LA CABEZA DEL ARQUITECTO
El universo literario de Claudia Piñeiro le ha aportado al cine nacional una plataforma para acercarse a cierta noción de cine de género, de thriller policial, pero sin dejar de lado una mirada política o social; un poco como el policial a la europea. Es decir, son entretenimientos pero tienen la capacidad de decir algo. Y, obviamente, tampoco es menor el hecho de que aportan un público que consumió las novelas y desea verlas transcriptas en la pantalla grande. En las historias de Piñeiro hay crímenes, pero lo que sobresale antes que el juego con la estructura del policial es lo que cada giro, personaje, elemento de la trama aporta a una suerte de reflexión sobre la sociedad argentina, o sobre cierta sociedad argentina representada por sectores de clase media y media alta, y valores bajos o muy bajos. Las grietas de Jara no es una excepción a la regla, pero desde lo cinematográfico el director Nicolás Gil Lavedra encuentra algunos aciertos que hasta el momento no estaban presentes en adaptaciones como Las viudas de los jueves, Betibú o Tuya, aunque esta última tenía algunos momentos de locura bastante divertidos.
Uno de los problemas de Piñeiro es que no es una gran constructora de misterios. Y podemos suponer más o menos lo que va a pasar desde un comienzo, porque sus personajes responden a arquetipos sociales lastrados por la corrección política, donde el mal está representado por un poder lineal y sin ambigüedades. En ese sentido, tal vez Las grietas de Jara permite algunas sorpresas, ya que los roles de víctima y victimario están corridos y la mirada sobre el universo que construye, y sobre el que podemos espejarnos, es un poco más incómoda (por ejemplo Nelson Jara es una suerte de revés honesto al vergonzoso “Bombita” de Relatos salvajes). Sin embargo, esto no anula el otro gran problema que han tenido las transcripciones de la autora al cine: al ser los mecanismos policiales o del relato de misterio bastante leves, la fuerza está en lo que se dice o en lo que se deja entrever a partir de algunas metáforas un poco gruesas. Y eso ha convertido a estas películas en thrillers donde las imágenes están demasiado al servicio de la palabra. Pero Gil Lavedra encuentra en el flashback, la mayoría de las veces, una salida elegante a la imposición verborrágica y didáctica.
Una desconocida llega a un estudio de arquitectura y pregunta por Nelson Jara. La respuesta es negativa, nadie parece conocerlo, pero sin dudas eso abre una grieta en la cabeza de Pablo Simó (Joaquín Furriel), el arquitecto más joven y al que pareciera que todos usan de conejillo de indias. El asunto es que el tal Jara fue un vecino del estudio que tiempo atrás reclamó insistentemente por roturas en su medianera, producidas según él por una obra que los arquitectos llevaban a cabo en un terreno lindero. A partir de ahí, la película hará un juego constante entre el presente, con los socios del estudio inquietos ante la requisitoria de la desconocida, y el pasado, siempre desde los recuerdos de Simó. La representación de eso es, obviamente, el flashback, y el director demuestra gran inteligencia en la dosificación de la información y en la mixtura de tiempos narrativos, sin subrayar pero también sin confundir. Y, de paso, elude muchas explicaciones confiando en el espectador para la reconstrucción de ese rompecabezas. Por eso que la película funciona mucho mejor hacia el final, cuando se despoja mayormente de las palabras y el montaje va completando los espacios vacíos.
A partir del misterio y del flirteo con el suspenso (la película en definitiva es un policial sin tiros), subterráneamente, Las grietas de Jara va construyendo otra historia, que es la del propio Simó y su insatisfacción personal, familiar y profesional, una incomodidad evidente con las grietas de aquel departamento horadando su inconsciente. Y que eso tenga algún tipo de relación con una trama criminal, suma morbo y complejidad a un grupo de personajes con los cuales es difícil empatizar sin que por eso la película se convierta en un festival de la sordidez. Otro detalle interesante de Gil Lavedra es su manejo con los intérpretes, algo que ya había demostrado en Verdades verdaderas: logra buenas actuaciones de Oscar Martínez, Santiago Segura en un rol infrecuente, Soledad Villamil y, especialmente, Joaquín Furriel, quien se muestra virtuoso y maneja con solidez diferentes registros en un rol que le exige intensidad cuando está quebrado emocionalmente y amabilidad cuando comparte momentos de intimidad con su hija.
Las grietas de Jara es finalmente la lucha interna de Simó entre ser lo que quiere y lo que el contexto le exige, la película es lo que pasa en su cabeza. Y eso termina siendo a su vez la representación de otra lucha, la que lleva adelante la propia película con el texto y la fidelidad a lo literario. Por suerte, en la mayoría de los pasajes, ganan las imágenes y gana el cine.