Mujeres al borde de un ataque de nervios
“¡Almodóvar!”, parece gritar todo en Las hermanas L, desde el comienzo hasta el final. Podría arriesgarse que lo único que no proviene de Almodóvar es el Almodóvar que le falta.
Solo o con otros, ningún director de cine argentino filmó tanto en los últimos años, y con tanta continuidad, como Santiago Giralt (1977). Coguionista de Géminis (A. Carri, 2005) y Cordero de Dios (L. Cedrón, 2008), Giralt, nativo de Venado Tuerto, compartió con Eva Bär y Tamae Garategui la dirección de UPA! (2007), debutó como realizador solista en Toda la gente sola (2009) y acaba de estrenar, en el Festival de Mar del Plata, su segunda película a solas, Antes del estreno, a criterio de este crítico, por lejos, la mejor de las cuatro. Presentada en la Competencia Argentina de ese mismo festival dos años atrás, Las hermanas L es la segunda película “de a varios” de Giralt, nuevamente codirigida con Eva Bär y sumándoseles esta vez Alejandro Montiel y Diego Schipani. Las cuatro hablan de una predilección de Giralt por los films corales, con muchos cruces de historias y personajes. Daría la impresión, eso sí, que cuando filma solo se pone más serio, mientras que cuando lo hace entre amigos prefiere lo lúdico y fiestero, el pop más ligero.
Las hermanas L se iba a llamar Las hermanas Legrand, pero para evitar cualquier litigio o demanda se optó por el título que lleva ahora. Lo cual no quita que durante la película se nombre a las protagonistas por su apellido. Las hermanas son Eva (Silvina Acosta) y Florencia Braier (Sofía), hijas de Cocó Legrand (un travestido Willy Lemos) y Alberto (Daniel Fanego). Los Legrand no son lo que suele considerarse una familia bien avenida. Separados desde hace rato la ex estrella Cocó y el director de teatro Alberto, ningún miembro de la familia parece bancar a los demás. Cuando vuelve de vivir un tiempo en Barcelona, Sofía descarga los bártulos en lo de Eva, que comparte departamento con su marido Lucho (Esteban Meloni). A Eva, la idea de vivir de nuevo con su hermana le hace tanta gracia como a la hermana hacerle una visita a la mamá. Pero no le queda más remedio, porque el departamento es de las dos.
“¡Almodóvar!”, parece gritar todo en Las hermanas L. Todo, pero todo, todo: los títulos de crédito, dominados por dos monosílabos (kitsch y pop), la dirección de arte, los rituales domésticos femeninos (depilaciones, máscaras de pepinos, baños de espuma, lencería erótica), el deseo plurisexual, los cruces de personajes, algún (escaso) burbujeo expresivo, los secundarios coloridos (Lemos como Cocó, Soledad Silveyra como escritora erótica neurótica, fumona y fotofóbica), el tono (más virtual que real) de comedia sexual veloz y agitada. Podría arriesgarse que lo único que no proviene de Almodóvar es el Almodóvar que le falta. El que es capaz de imponer una verdadera dinámica cinematográfica, una gracia que vaya más allá del chiste eventual (“mamá nos enseñó a ser putas, pero con código”), un casting algo más riguroso, una dirección de actores que no deje a cada uno librado a sus capacidades, limitaciones y excesos. Una razón de ser, en suma, que vaya más allá del “querer ser como”. Como Almodóvar, claro. Más precisamente el de los primeros largos, el de Mujeres al borde..., el de Kika: uno de hace veinte o treinta años.
Tal vez más alarmante que el carácter derivativo sea la dificultad para construir un relato, un mundo autónomo que trascienda el sketch aislado o el chispazo raleado. Dificultad bien visible en las frecuentes secuencias de montaje paralelo, en las que se hace difícil saber por qué coexisten esos planos, por qué duran lo que duran, si los espacios en que tienen lugar son distantes o contiguos. Cosas que Almodóvar no descuidó ni siquiera en sus primeras, desprolijísimas películas.