A lo largo de veinte años de BAFICI han surgido autores que reciben, hoy en día, el beneficio de la inimputabilidad. Albertina Carri está en ese grupo. En el último plano de la película, que sin dudas pasará a la historia del festival, una de las protagonistas se aparta de la orgía que está teniendo lugar en una casa para masturbarse en el jardín. La cámara la acompaña hasta llegar al orgasmo y, acto seguido, la película termina. Tal vez, en un rapto de lucidez, Carri haya ideado este plano como metáfora perfecta de lo que su película es: un largo y sostenido ejercicio de onanismo.
El planteo de Las hijas del fuego es interesante: a través de una especie de porno-road movie, se narra el viaje de (auto)descubrimiento de una pareja de mujeres que se encuentra con una multiplicidad de aventuras sexuales. A lo largo del camino, estas dos mujeres irán conociendo a otras, muy diferentes entre sí y con cuerpos muy alejados de lo que podría considerarse una belleza hegemónica. Entregándose al deseo, estas mujeres buscarán una forma de disfrutar de su sexualidad con la mayor libertad posible y de alejarse de los mandatos para construir una nueva forma de vincularse. El gesto de la realizadora no es menor: además de representar cuerpos femeninos usualmente invisibilizados por el cine, trata de mostrarlos en acción, de hacerlos protagonistas y de invitar al espectador (al menos en principio) a erotizarse con ellos.
Pero la verdad es que, intenciones aparte, Las hijas del fuego es una película muy mala. Cuando adopta una actitud de documental observacional (género con el cual la pornografía, por su misma esencia de acto no fingido, guarda una gran similitud), se pone honesta y hasta sensible. En cambio, las situaciones que apuestan más abiertamente por la ficción son lamentables: sorprende la obviedad de los diálogos, con un vergonzoso exponente en la escena del bar, en la que un hombre intenta echar a las chicas del bar por “tortilleras”, y en otro momento peor, con una subtrama ridícula que involucra a Érica Rivas siendo salvada de un marido abusivo. Cabe preguntarse si Carri (realizadora a la que no conviene subestimar) estará adoptando la lógica absurda y ramplona de la pornografía para estas escenas, en un intento de resemantizar un género dominado por el machismo. Si esa fuera la estrategia, no resulta demasiado evidente: teniendo en cuenta que cada tanto irrumpe una voz en off insufrible que puntúa el relato con sesudas reflexiones sobre cómo encarar una porno, si este fuera el caso la película lo dejaría en claro. Tal vez Carri simplemente escribe malas escenas, con el mismo aplomo con el que una militante indignada escribe en su muro de Facebook. Casi parece un ejercicio de cinismo, pero prefiero pensar que no. Todas las escenas de contenido dramático son gruesas, obvias y parecen inventadas para complacer a una porción muy específica del público. Tampoco es que Las hijas del fuego busque convencer a nadie: pero en sus primeras secuencias, en las que se muestra el reencuentro y la intimidad de la pareja protagonista, la película ostenta una empatía, una calidez y un potencial erótico que, paradójicamente, se pierde a medida que el road trip sexual se vuelve más y más “jugado”. En parte porque la película se concentra cada vez más en ser “polémica” y menos por involucrarnos con esas mujeres que, por otro lado, no tienen interés alguno como personajes. Ya avanzada la trama, la fastidiosa voz en off arremete contra la estructura convencional cinematográfica manifestando que prefiere apostar por otra, por un “fluir” más libre. Teniendo en cuenta el mamarracho en el que a esa altura se ha convertido Las hijas del fuego, esto suena menos a una declaración de principios que a un último intento de lograr que nos tomemos la película en serio.