La nueva película de Albertina Carri es como una montaña. De ella no diríamos que es buena, regular o que le faltan árboles alrededor de la base. No analizaríamos su sentido junto a sus hermanas en una cordillera. Sólo la mediríamos desde un punto de vista práctico, si quisiéramos escalarla. Pero es inmune a los juicios de valor. Apenas podríamos describir lo que nos hace sentir, opinar que es majestuosa o imponente, y nada más.
Las hijas del fuego es así, ni buena ni mala. Ignora deliberadamente los esquemas del supuesto cine de calidad. No hay una trama, sólo un viaje entre amigas y amantes por el sur argentino. No hay personajes, sólo cuerpos que, de vez en cuando, comparten anécdotas y recuerdos, pero que no terminan de configurar personas con profundas psicologías internas y largas historias de vida. Hay, sí, mucho sexo explícito, pero las partícipes no siempre cumplen con los cánones de belleza. Tampoco el sexo está justificado por algún horizonte dramático o para avanzar la caracterización de las protagonistas. El sexo está ahí porque sí.
Al pensar una película de estas características, se nos presenta un gran desafío: el concepto del film es tan ineludible que su ejecución puede pasar a un segundo plano. Una vez aceptada la idea inicial, es difícil determinar cuándo hay una orgía de más, cuándo una escena entorpece el ritmo del conjunto, cuándo una confrontación entre las heroínas y algún genérico macho opresor está mal planteada. El exceso, la falta de inercia, cierta torpeza en las actuaciones, más que errores son la consecuencia de lo que la película propone: no una obra acabada y pulida, para admirar en la pantalla, sino un disparador o esbozo.
Las hijas del fuego está más cerca del juego que de la narrativa. Plantea una serie de reglas compositivas y nosotros nos adentramos (o no) en el terreno dominado por esas reglas, el círculo mágico, como le dicen los ludólogos. ¿Y qué reglas? Formas de mostrar el sexo: siempre haciendo hincapié en el placer femenino. Maneras de contar la historia: el avance del periplo, la sumatoria de compañeras de viaje, los momentos íntimos y las charlas en la cama. Estilos de filmar: la alternancia entre planos claustrofóbicos, con mucho fuera de foco, que nos involucran en el acto; y planos más lejanos, pintorescos, que discuten con el arte occidental y su representación del cuerpo femenino. Dentro de estas reglas, Las hijas del fuego encuentra múltiples variaciones: tipos de cuerpos y escenarios; distintos placeres, el reprimido, el solitario, el generoso; a medida que crece el número de integrantes, nuevos abordajes visuales para que tres, cuatro, seis subjetividades entren en el plano, cada una con su búsqueda.
La misma película encara su propia odisea. Una voz en off -pretenciosa, afectadamente poética y sin embargo necesaria- se pregunta (y nos pregunta) qué es porno, cómo se puede filmar, cómo se puede mostrar el cuerpo. Las hijas del fuego no sólo dialoga con el porno vintage que algunas vez se proyectó en salas de cine sino también con el porno digital, que como todo lo digital es variado, insondable y masivo. Ya no es necesario hundirse en dudosas butacas subterráneas. El porno está inmediatamente disponible en cualquier pantalla. Puede, incluso, ser feminista y body-positive. Ya no sorprende, se volvió algo cotidiano. Y lo que hace Las hijas del fuego es decir: bueno, ya dejamos atrás las épocas de escándalo y rumores susurrados, ya lo vimos todo en mil pantallas e incluso lo imitamos y repetimos en la vida. Entonces, ¿ahora qué? ¿Cómo lo renovamos?