A fines de los años 90 hubo una gran explosión del llamado cine queer: films que, en buena medida, retrataban personajes homosexuales en oposición a algún tipo de establishment. Milk de Gus Van Sant es, aunque un poco tardío, paradigmático en este aspecto.
En los últimos años surgió un nuevo punto vista para estos mismos personajes. La lucha que representaban se diluyó parcialmente. Ha habido, creemos, una cierta superación de la problemática inherente a lo queer y al lugar en la sociedad de esta minoría (hoy más enraizado). Si las mujeres de Hawks eran post-feministas, los homosexuales de estas nuevas películas son post-igualistas.
En dicho panorama inédito observamos dos vertientes muy distintas. Una se orienta a la vida social: en sus prácticas, en sus despliegues, en sus hábitos sexuales. Tal vez La Vida de Adele sea el título de mayor renombre dentro de esta vertiente. La segunda tendencia parece abordar la homosexualidad desde un lugar de trascendencia en construcción. Llámame por tu nombre sería un ejemplo.
Surge algo extraño respecto del escenario actual. Más allá de lo interesante o lo necesario que proponga, sus exponentes sufren de estolidez crónica. Las fabulas sexuales de La Vida de Adele no pasan de lo efectista, en tanto que los dilemas de plástico seudo-intelectuales de Llámame por tu nombre no logran más que reducciones mortuorias. Si bien en ambos casos se falla, podemos respirar tranquilos al ver dos películas, dos obras de cine. No se puede decir lo mismo de Las hijas del fuego.
Esta cosa -que no merece llamarse película- explora ambas vertientes al presentar un grupo de mujeres homosexuales en estado de fornicación constante, mientras una empolvada voz en off arroja postulados del estilo: “El porno es la objetivización de los cuerpos” (¿?). Minuto a minuto somos testigos de un registro que pasa de orgía en orgía, disfrazándose de rupturista. Como resultado, puras nimiedades. El final es un plano de varios minutos de una mujer masturbándose, luego de observar cómo un extenso grupo de mujeres utilizaba todos los instrumentos de autocomplacencia habidos y por haber.
Sin narración, sin imágenes, sin ningún esfuerzo por conmover o cautivar. Además: ¿Implica transgresión o ruptura filmar una larga masturbación? A esta altura del partido, el recurso deviene tonto e inmaduro.
Los créditos presentan una road movie, pero no hay road ni movie, solo hay una cuarentena interminable de sexo lésbico. Las ideas del film son bajas y acartonadas; los hombres que aparecen se la pasan repitiendo, sin descanso, la palabra “tortilleras”. Esta no-película piensa que todos los hombres son así, y yo lo considero un insulto. Pero incluso el tratamiento de las propias mujeres es igual de vacuo e insultante. Todas y cada una de ellas quieren, únicamente, coger. Hay una que demuestra interés por el nado, pero la trama -no se percibe tal cosa, en verdad- lo olvida pronto. Al final del día, y amén de todo lo que aquí se dice sobre el Patriarcado, lo único que parece importar es hacer uso del consolador.
Quien piense que esto es rupturista o atrevido es un puritano. Quien piense que esto es una película desconoce lo que es el cine. Vale la sentencia: una cosa como esta no merece espectadores.