Volver Parece algo excepcional cuando un director abocado a temas y situaciones fácilmente reconocibles recala en algo distinto. A personajes recurrentes les invoca alguna variación, o a acciones ya vistas les imparte un respiro. Los films de James Gray son rápidamente asociables al melodrama criminal y a los problemas pasionales que sus personajes sufren. En los últimos años Gray realizó The Lost City of Z, un film lejano a sus espacios habituales. Separándose de sus barrios conventilleros y arrabaleros para adentrarse en el Amazonas. De todas formas, las mismas pasiones se mantienen. Lo que se esconde detrás permanece, mientras las superficies se vuelven intercambiables. Ad Astra, el nuevo film de James Gray, sigue por este camino, superándolo. Los films de James Gray se basan en varios temas. El retorno, la vuelta del protagonista a un entorno antaño familiar, donde se enfrentará al cambio que este (y él) sufrió en su ausencia. Desde la lejanía semiprofesional de Tim Roth en Little Odessa y su reticencia a volver a su barrio de origen; pasando por el regreso del Mark Wahlberg en The Yards, que luego de padecer una temporada en la cárcel vuelve a su “patio de juegos” para descubrir que este se transformó en el terreno de los chanchullos de las concesiones ferroviarias; al regreso de Joaquin Phoenix a la casa de sus padres habiendo pasado por problemas psiquiátricos en Two Lovers. Ese encuentro con el pasado que vuelve está signado de equívocos. Los que antiguamente fueran mejores amigos se convierten en enemigos, los enamorados recalan en la traición y los padres y hermanos pasan de abrazos y besos a golpes y tiros. Siguiendo con esto. Los personajes de Gray parecen estar condenados a la intercambiabilidad de sus pasiones. Como si en los condominios de la working class -que films como Little Odessa, Two Lovers o The Immigrant especialmente retratan- una vez que se abre una ventana para decirle algo al vecino de enfrente, este podría, o bien ser un amante, o bien un amigo, o bien alguien que luego lo asesinará. Incluso puede ser un solo personaje quien represente estas tres funciones, intercambiándolas en el devenir del relato, como el Joaquin Phoenix de The Yards. La relectura de Gray para con la obra de Francis Ford Coppola es otro de los ejes en los que se asienta su cine. Todos sus films parecen ser, hasta The Immigrant, una paráfrasis de El Padrino. Realizando la sustitución raigal de la comunidad católica ítalo-americana por la judeocristiana eslava. The Immigrant resulta una versión de dos horas de la llegada de Vito Corleone a América; en The Yards se revisita la famosa escena del hospital contenida en El Padrino; y el Joaquin Phoenix de We Own the Night sufre un trayecto similar al de Michael Corleone en la primera entrega de la serie. El uso que Gray hace de Robert Duvall y James Caan -en We Own the NIght y en The Yards– y las funciones simétricas que estos actores desempeñan en la obra de Coppola no hacen más que probar este punto. De todas formas, empezando por The Lost City of Z, el interés de Gray por seguir representando El Padrino empezó a menguar. Siendo remplazada por la lectura directa de otro film de Coppola, Apocalypse Now. En The Lost City of Z diagramó al coronel Fawcett en función del protagonista del film de Coppola, el capitán Willard. Ambos empiezan sus respectivos viajes a partir de misiones militares (el primero en su labor de cartógrafo, el segundo como encargo de sus superiores) para arribar por propia ley a un saber sublime (la búsqueda de Fawcett por la civilización primordial, el entendimiento de Willard de que Kurtz “vio algo más”). Por otro lado, Ad Astra es prácticamente una Apocalypse Now en el espacio. Si en el anterior film de James Gray ese Vietnam se trasladaba al Amazonas, ahora el espacio exterior comprendido entre la Tierra y Neptuno deviene el río que Willard atraviesa en el film de Coppola. Donde Mcbride deberá ir en la busca de su Kurtz personal, su propio padre. Las similitudes entre los films son varias: el briefing al dar a conocer a Kurtz, la escena del tigre a orillas del río, la voz en off, el dossier, el comienzo símil al final y la misión secreta dentro de la misión secreta de Apocalypse Now son replicadas aquí con las traslaciones del caso. No hay tigre, sino otro animal; el dossier es un video; el comienzo/final no implica el icónico trabajo de montaje del film de Coppola. No es una copia, más bien es otra expresión de las mismas ideas, adecuada a las peripecias espaciales de Ad Astra. Habría una correspondencia entre el propio Gray y Mcbride. Como si él se adentrara, como su protagonista, en la búsqueda de su padre cinematográfico, pasando por las mismas escenas que quien lo precedió tuviera que realizar. Esto se da porque ambos films (aquí podríamos agregar nuevamente a The Lost City of Z), cristalizan el deseo de sus protagonistas, la busca de un saber absoluto. El cual, por otro lado, puede llevar igualmente a la destrucción. Tanto Willard como Fawcett o Mcbride podrían haber fallado en sus visiones, aquí la ambigüedad que sostienen estos films. Pero uno puede estar seguro, sin duda, de que Gray no falló en su visionado, en sumergirse en el espacio para encontrar a su Coppola particular. Como decíamos en un principio, tal vez los aspectos más evidentes de las ficciones de Gray no se encuentren en Ad Astra, pero sí advertimos que el devenir de sus pasiones se mantiene. El choque entre padres e hijos permanece, a la vez que eleva su dialogo con la obra de Coppola a un nivel mayor, confeccionando una suerte de film hijo de Apocalypse Now. Tal vez los condóminos no se encuentren aquí, pero su función se traslada. Uno puede afirmar otra proeza de James Gray: quien convirtiera al barrio en un universo, ahora convirtió al universo en uno de sus barrios.
Habitar un espacio Desde que esas flores violetas rodeadas de espinas aparecen en la pantalla y se da comienzo al film, ya podemos observar el tema principal de Hombres de piel dura. El espacio, la carencia y abundancia del mismo, qué hay en esos espacios por los que los personajes transitan, por qué están allí. Abarcar esos espacios se torna imposible porque, como expresa el padre de Ariel, el tractor se está rompiendo, ya no existe un motor que permita aprehenderlos. La propia puesta en escena remarca esa inutilidad, donde amplias tomas cenitales filmadas con vistosos drones están confinadas a mostrar la nada, sea un campo desierto o una iglesia en ruinas donde varios hombres se reúnen. Los ínfimos poblados que circulan el campo de la familia de Ariel solo aparecen como masas amorfas. Allí está el pueblo donde habita el colega de Omar, el cura, quien está confinado a sufrir una y otra vez por su pecado de antaño, la pederastía. Es en ese pueblo donde se lo trata con indiferencia, como si este estuviera de igual forma a punto de desaparecer, pero constantemente presente de alguna manera. A esa iglesia caída a pedazos, a ese cura en vías de desaparición y a ese plano que muestra cómo el fuego consume unos troncos, se contrapone cierto espíritu juvenil, primerizo, enraizado en Ariel. Como si la unión entre estos mundos solo pudiese darse a través de la pasión descontrolada, que puede ser fuego, amor, o dos cuerpos que se encuentran. Lo nuevo necesita a lo viejo y lo viejo a lo nuevo. Lo viejo desaparece de los espacios que habitaba volviéndose casi un ente fantasmal; aquí el abandono se muestra en varios espacios: los prostíbulos, el campo, las iglesias, siempre parece que faltara algo. Y Ariel se mueve en pos de llenar esos espacios, como cuando se encuentra con su amante en los campos de su padre, o cuando se interna en esa iglesia abandonada (anteriormente había incursionado en una iglesia bastante poblada), e incluso cuando acaba por habitar una suerte de nuevo hogar. Es central en el film observar cómo los personajes, ante la imposibilidad de habitar un lugar, escapan: La madre de Ariel que parece haberse ido hace tiempo, la hermana de Ariel que necesita irse lejos para entablar relaciones, Omar que precisa crear una simulación en un rancho alejado para conocer hombres… Incluso él se debate si el irse lejos le traería algún tipo de consuelo o atisbo de solución a sus dilemas. Hombres de piel dura es como esos caminos de doble mano que se encuentran en las rutas y campos que el film habita. Hay dos caminos, lo nuevo y lo viejo, lo que arriva y lo que parte, y es solo el fuego de la pasión lo que puede conectar (aunque brevemente) ambos mundos. Luego, cada uno sigue por lado.
Copia de copia de copia… Muere, monstruo, muere toma de todos lados. Empezando por el soundtrack, una clara similitud con el tema inicial de Twin Peaks, también se advierten los longevos planos largos de Tarkovski y las referencias a un sinfín de películas de terror. Esta, vale decir, no lo es. Es un bodrio insoportable sin despliegue dramático, escenas sin ningún tipo de consistencia y un desdén absoluto por crear imágenes, mucho menos desarrollarlas. Muere, monstruo, muere abusa con plena delincuencia del sugerir. El presentar algo a medias, sesgadamente, pero que habría de tener un correlato con un elemento -dispuesto de manera análoga- posterior. En esta unión consecuente de formas se armaría un sentido, un relato, un film. Aquí sólo persiste el desorden, cosas sueltas carentes de relación y que únicamente acceden a ese grado si el espectador es ducho en las artes de la prestidigitación u otro espécimen de la adivinanza y el engaño. Todas las escenas de “terror” y de asesinatos están realizadas en los estilos más diversos e incapaces de confluir, la primera es una escena gore a lo Cronenberg, la segunda una de suspenso a lo Carpenter, mientras que otras son resueltas fuera de campo a lo Tourneur. No hay nada propio ni creativo, el cine es tomado como un museo repleto de figuras de cera para que mamarrachos como este tomen con mano limpia lo que les plazca y regurgiten desvarío tras desvarío, mientras el espectador combate al sueño atroz que busca poseerlo. Los brazos de Morfeo son más apetecibles. No vamos a perder el tiempo en enumerar las torpes alegorías (sexuales, psicológicas, etc.) que Muere, monstruo, muere escupe sobre el espectador (basta ver la constitución del monstruo y el plano final de la película), los roles carentes de sentido de varios personajes o la espantosa solemnidad de todo el asunto. Aludiremos, con cierto espíritu lúdico, a un diálogo del film, el cual me da vergüenza ajena citar y que al lector probablemente le provoque risa al leerlo y pensar cómo un actor puede entonar semejante incongruencia: “Cuando recibo impulsos sensibles, me pongo violento en el interior”. Vale decir que Muere, monstruo, muere esta totalmente contaminada por este tipo de proceder. Para no extendernos con semejante perdida de tiempo, con esta concatenación de insultos, obviedades y pantomimas insoportables, terminamos por volver a mencionar la detestable solemnidad con la -no podía faltar- voz en off de turno.
Desechos sublimes y lágrimas de polietileno Ido rebusca entre los restos, entre los más destartalados desechos y la materia más baja. Luego de revolver pedazos rotos de plástico, encuentra un fragmento de la que será Alita. Tan sorprendido como emocionado, retira ese cuerpo de la pila para irse de ese basurero, habiendo antes, y esto es lo más importante, retirado de los despojos unos ojos sintéticos. Uno recuerda el refinamiento en la puesta en escena, el tamaño de sus mundos y construcciones. Uno recuerda sus incontables referencias y vaticinios, junto con la elegancia que cada uno de sus films demuestra. Pero lo que uno no puede dejar de olvidar de la obra de James Cameron son los desechos. Lo bajo, lo sucio y marginal es tanto un principio como un precepto. De la colonia destartalada de Aliens al futuro (y presente) apocalíptico de las Terminator. Lo desechado en Cameron es un fondo, un medio para llegar a un dichoso fin, de lo desechado se llega a lo sublime. De las calderas rebosantes de carbón de Titanic al diamante, al Corazón del mar, del anillo recobrado en la materia fecal de The Abyss a la salvación como producto de esa alianza. El fondo pasa a convertirse en primer plano, y lo que era un simple elemento del montaje (o de la línea de montaje) se transforma en algo más. Como en La carta robada, el sustento del relato subyace frente a nuestros ojos, como el diamante que previamente fuera carbón o la máquina de la muerte vuelta un ángel salvador. El cine de Cameron es un cine de medios, donde la creación parte de lo desarticulado y del aparente caos(1) para llegar a la tan ansiada sublimación. Para Cameron “Quien quiere los fines, también debe querer los medios”, mientras que para esta Alita, el fin justifica los medios. Ese comienzo quedó en el mero recuerdo. El impulso creador que caracteriza las ficciones de Cameron, y que en un principio parecía ser el de Alita, no será retomado. Ya no hay medios, solo fines, y el de Alita es, para la parodia de su propia forma, un no-fin. El fin de un film, escúsese el juego de palabras, ha de culminar lo que en este se vio, no solo las situaciones concluyen y los personajes cambian, sino que es el espectador quien también habrá de tener la posibilidad de sublimar el relato con que con-vivió durante ese tiempo, descubriendo a su vez, y para seguir con Poe, su propia carta robada. No es otra cosa que la conclusión de Titanic, donde somos testigos secretos del legado de Jack y Rose, de su reconvención material -el diamante arrojado al mar- y su unión ulterior -la ceremonia con que concluye el film, de la que somos un invitado más-; no es otra cosa que la finalización de la reciente Glass, donde los créditos del final son un sumario de la propia historia del espectador, de los films que vio y de lo que (posiblemente) comprendió de estos. Desde ya, Alita niega esta finalidad, amén de su estructura cohibida de ganchos, giros y cliffhangers, que no hacen otra cosa que alienar al espectador dentro de un material que fue hecho para que a este se le escape, y se convierta en secuela. Más aún, toda la película parece más una introducción a un film todavía por realizarse que a una obra en sí. En el transcurso de todo esto, personajes, personajes y más personajes. Parejas de amigos de amigos de la protagonista, colegas de trabajo (buenos y malos), padres, villanos y secuaces, deportistas (buenos y malos), personajes sugeridos por una línea temporal anterior al comienzo del film y personajes dejados fuera de cuadro en los limites urbanos del mundo en cuestión. El devenir se torna un vendedor de relojes, donde se introducen situaciones y caracteres como si fuesen meras mercancías. Se necesita una escena de juegos, la tenemos; un personaje amante de perritos, hay… momentos lacrimógenos sin correlato alguno, claro que tenemos, esto y mucho más… Entre tanto despliegue de efectos, configurados en un relato que empieza y termina escena tras escena, y con la sobreabundancia de vacuos personajes, no va a sorprender a nadie que el mayor valor del film sea la orquestación (pero no su articulación) de escenas de acción y efectos especiales. Aunque esto nos lleva a dos problemas, uno de orden espacial, otro de orden temporal. Uno, las desmesuradas escenas de acción/persecución deben, en todo gran film, utilizar los espacios con una nueva connotación; donde fueron mostrados con otros fines y tonos, adquieren en su finalidad una sublimación mayor. En Titanic, por ejemplo, la media hora final del film es tan precisa porque, al conocer los diferentes sistemas e interrelaciones que acontecen en ese medio, vemos como la zozobra, siendo un único elemento total, los cambia a otra cosa, a un eximio fin. Las escenas de destrucción o espectacularidad nos son significativas una vez que tomamos dimensión de donde acontece, que es lo que se mueve y hacia dónde. El barco de Titanic solo puede hundirse una vez que estemos dentro y habiendo conocido cada uno de sus escondrijos. Algo similar ocurre en la mencionada Glass, donde, en el transcurso del relato, precisamos que se nos dé a conocer el lugar material donde se desarrollará la eventual espectacularidad (y especularidad) final, en contraposición a los supuestos virtuales donde amagaba concluir el film. Recién allí, puede haber algo más. Dos, las escenas de acción, por su longitud temporal, mayor al de las escenas “simples”, precisan utilizar la usual denominación de secuencias. Las secuencias de acción habrán de proporcionar un cambio mayor en las relaciones espaciales y de los personajes hasta ese punto. Es una medida bastante pragmática e incluso puede expresarse lúdicamente como una formula. Si en una escena singular, de corta duración, ocurre una serie X de eventos que empujan el relato hacia adelante, en una secuencia, compuesta por varias de estas escenas singulares, y ocupando mayores dimensiones espacio-temporales, esos eventos deben ser proporcionales a los primeros, esto es, mayores. Me remito al par de ejemplos anteriores e invito a compararlos con las secuencias de Alita. Hay una en particular, cerca del final, en donde recorremos prácticamente la totalidad de la ciudad contenida en el relato, mientras se desarrolla una competencia, pero al pensar qué significan esos medios en la memoria del espectador, no surge nada más allá de algunas carreras en patines o las exiguas explicaciones geográficas y políticas que componen el relato (2). Resulta un gran problema para Alita que sus mayores propuestas, la sucesión de secuencias de acción y la introducción constante de personajes, caigan en desarrollos tan escuálidos. Como se dijo antes, Alita solo persiste en la finalidad, por eso se evitan entablar los medios para que estas acciones tengan significancia o para que los personajes puedan “sufrir” un cambio ontológico. Lejos quedaron los rotundos cambios de las Sarah Connor y Rose Dawson, lejos quedaron las uniones simbólicas que entablarán con los Kyle Reese y Jack Dawson. La relación entre Alita y Hugo parecería ir por este camino, pero la carencia de significancia e imaginación para su desarrollo las aleja rotundamente. Hay un momento en la conclusión que ilustra lo que decimos. Alita, despechada por Hugo, llora, y cuando cae una lagrima de su rostro, la corta en dos mitades iguales con su espada. Más allá del gesto tan grandilocuente como injustificado, lo que nos quieren decir Cameron/Rodríguez es que estos amantes son dos mitades de una misma unidad ahora separada. Pero esta unión, este re-conocerse, no se llevó a cabo en esos medios prestos a sublimar, aquí no hay una nave que encalla culminando con su protagonista ascendiendo por las escaleras de la unión y superación, ni el descenso a los infiernos de Aliens para re-establecer una familia/especie (en contraposición directa a la otra “especie” de ese film), tampoco la caída en las profundidades del océano para elevarse como algo distinto y reconvertido (The Abyss). Nada de eso. La puesta es maquinal, no sublime, los personajes no trascienden, se amontonan, y cuando se quiere representar el amor, la unión platónica, se termina por caer en desvaríos poco imaginativos: la susodicha lagrima y en, literalmente, sacarse el corazón del pecho y ofrecérselo al otro. Por lo demás, los “malvados” siguen imperturbables en su palacio en el cielo, envueltos en una red que muestra las hilachas. Seguramente en la secuela se arribará a ese lugar, con más y nuevos personajes. Los medios permanecerán igual de estólidos y las lágrimas continuarán procediendo del mismo plástico, mientras el espectador continuará sin saber que vio, ya que se le mostró poco. En fin, una película que parece dirigida por Skynet.
Lentes impotentes Después de varios años de cine, hay dos cosas que nunca faltan en los films de Lanthimos: los grandes angulares y las obviedades. Debemos llegar a tal conclusión amén de la exitosa reproducción de vestuarios y decorados, de la prestancia con que los incisivos lentes captan las imágenes iluminadas por tenues velas y de la preponderancia de las interpretaciones del trío protagónico femenino (reina, cortesana y criada). Más allá de todo esto -que, la verdad, es bastante poco- encontramos una comedia basada en golpes de efecto, diálogos irreverentes -obra de la poco flexible Stone- y las grotescas pantomimas de Olivia Colman. Lo burdo de las obviedades de Lanthimos llega a un nuevo cenit. Sus predecesoras actuales (hablamos de The Lobster y El sacrificio del ciervo sagrado) lograban un interés global a partir de un precepto particular (de raíz fantástica en la primera, orientada a un dilema teológico/moral en la segunda) que unía la totalidad en cada caso, proporcionando entereza. Lo desarticulado, lo local, es la norma en La favorita. El juego de rivalidades entre Stone y Weisz conforma lo mejor del film, aunque su despliegue recae más en una pobre reinterpretación de Choderlos de Laclos que una visión particular de mundo. La técnica es tomada exclusivamente de Kubrick; el argumento, de de Laclos. Al comienzo hablamos de angulares y obviedades. Desarrollemos esto último. El personaje de Hoult (cortesano, rival político de Weisz) se mete en la lucha de poder de las protagonistas como un tercero en discordia. La virilidad, la dominación y el poder de decisión e influencia son elementos centrales en el relato. La estrategia de Lanthimos queda ilustrada de este modo: 1) Hoult frota masturbatoriamente su cetro fálico mientras escucha a la oposición en el congreso. 2) El primer ministro, flácido en su poder de decisión (contrapunto claro al binomio Stone/Weisz), tiene como mascota un alegórico ganso, el cual apoya en su regazo y acaricia suavemente. 3) Weisz y Stone practican tiro mientras sostienen sus largos rifles a la altura de la cadera y en posición erecta. Con este último ejemplo añadimos una rápida lectura de resúmenes freudianos a una igual de rápida puesta en escena de Kubrick y de Laclos. Resultado: un flácido menjunje.
La piña legendaria ¿Qué es una buena piña? ¿Esa que destroza quijadas y desparrama dientes, o acaso es esa de carácter silencioso, de las que duelen menos por el impacto recibido que por el propio hecho de proferirlas? Una buena piña debe valerlo todo. Es una cesura, un corte fortuitito con lo que se golpea, un “yo soy esto y no lo otro”, una buena piña es un acto político. Jamás voy a olvidar la piña perfecta que McLagen le lanza a Wayne en El hombre quieto, un K.O. instantáneo que deja al Duke tragando polvo irlandés. De todas formas, esta piña viene acompañada de otra, su gemela y predecesora, la piña que en su oscuro pasado Wayne le atinaba a un anónimo boxeador sobre el cuadrilátero, matándolo. El contraste entre estas piñas siempre me cautivó; mientras que la primera es una piña confinada al pasado, carente de sentido y destinatario concreto, la segunda es clave en la oposición raigal de la película: el materialismo monetario que Mclagen suele interpretar en los films de Ford (v.g. El informante) versus el idealismo acérrimo del Wayne fordiano. En la sucesión de estos estados (en El hombre quieto, puestos en escena mediante estos diversos tipos de piñas) se encuentra todo el ideario fordiano, aunque nos falta identificar un tercer estado, último y superador. Del hacer carente de sentido y enmarcado en el pasado (la susodicha piña profesional en el ring, el caballero del sur confinado al limbo de las apuestas en La diligencia o la misión perdida de Siete mujeres) se parte a una disputa privada. Aquí entra en escena la pelea entre el idealismo usualmente interpretado por Wayne(1), contra el materialismo más férreo (monetario, legal y político -según el film-). En Ford, estas visiones de mundo chocan, se enfrentan y marcan el devenir de acciones y personajes, por eso, hay piñas. Pero una vez que este estado dual/individual, privado, se resuelve, se arriba a un estado superior. Ya las piñas no se dirigen a la nada, ni mucho menos a un opuesto ideológico, en cambio, se tornan un asunto ético-social, global y plenamente fundacional. El inciso fundamental es: para que haya piñas, primero debe haber sentido. Esa piña del pasado, recordada a medias y puramente mortífera, debe ser dejada de lado (y no por nada invitan al autoexilio de Wayne a esa Irlanda irreal), mientras que esa serie de piñas encontradas, finales y vueltas asunto local y enraizadas en el juego (ya no en el deporte) es la que elije Ford para curar el sinsentido originario de la piña por la piña, y de la eventual piña como asunto privado e individual. En Ford siempre hay algo que se une para dejar fuera otra cosa, lo paradójico es que lo que aquí se deja afuera es una modalidad del mismo proceder. Las piñas que dividen acaban por unir, convertidas en un juego legendario entre cuñados y ciudadanos. Si una buena piña se amprara contra el sinsentido y transforma un gancho mortífero en un apretón de manos, ¿Qué sería una mala piña? Concurso de belleza Una mala piña no vale nada, puede ser un único golpe endiablado como el que le atinaba Wayne a ese don nadie, o una sarta de cachetadas perpetuas, como la mayoría de golpes que vemos en Dragon Ball Super: Broly. Hay razones para las piñas: el padre de uno destierra al hijo del otro, uno quiere ser el mejor luchador de todos, etc. Pero estas razones son más excusas que otra cosa. Las peleas, siendo el plato fuerte de esta película, son terriblemente ordinarias, no porque estén mal coreografiadas o animadas, el problema reside en que cada piña vale menos que su inmediata antecesora. Los luchadores no evidencian un cambio en su trayecto, en su devenir, por lo que sus piñas e intenciones se desdibujan con el correr de los minutos. Y lo que es peor, las mínimas variaciones que sí atestiguamos están confinadas a propósitos únicamente cosméticos. Las piñas lanzadas no cambian a los personajes ni a las relaciones entre estos, en cambio, el único tipo de variación que aquí observamos es a través de diferentes tinturas de cabello, la aplicación de aritos especiales y la utilización de coreografías específicamente ensayadas, ¡Un verdadero concurso de belleza! De todas formas, la película funcionaría si estos aditamentos sirviesen para algo, si al cambiar el pelo color rubio a negro descubriéramos algo diferente (mal que bien con este simple cambio opera Vértigo), pero las peleas permanecen inmutables. Uno adquiere una nueva tintura, golpea a otro varias veces, se rompe un poco el escenario de batalla (para esta película se eligió el polo norte) hasta que se aparece una nueva variación cosmética (que supuestamente le daría mayor poder al otro luchador), para volver a intercambiar una nueva ristra de indiscernibles golpes, y así sucesivamente. A pesar de todo, el mundo retratado tiene un carisma particular que resulta difícil dejar de lado. Ese despliegue cosmético, tan vacuo como excesivo, logra un valor icónico innegable, y hay un par de momentos memorables. Por ejemplo, cuando nos enteramos de que uno de los protagonistas desea las esferas que cumplen cualquier tipo de deseo imaginable y este personaje, para las risas de la platea, las busca únicamente con fines rejuvenecedores. Luego nos dirigimos al cuartel de los malos y se nos cuenta para qué el más malo de todos quiere las susodichas esferas, ¿Para ser inmortal? ¿Para ser el más poderoso? No, nada de eso. Él las desea para volverse cinco centímetros más alto. Qué son estos ridículos y jocosos deseos rejuvenecedores y propios de la apariencia, sino sendos cambios cosméticos, simétricos a los que componen la totalidad de la película. Qué bocanada de aire fresco que son estos ingeniosos chistes, pero lo que más me maravilla es que estas humoradas se basan plenamente en el contraste más primigenio, en la capacidad para ironizar sobre lo que se ha hecho hasta ese punto. Aquí, las meras repeticiones cosméticas que caracterizaban para su detrimento a esta saga/serie/película son curadas con la sana perspectiva que da la ironía, al fin y al cabo, la capacidad de reírse de lo que se ha hecho hasta ese punto. Qué lástima que este despliegue resulte tan exiguo, y que las batallas intrascendentes sean la norma, porque ese pasaje de la mera cosmética a la cosmética ironizada hace entrever el espíritu fordiano de El hombre quieto en su pasaje de la piña vacía a la piña privada e individual, y culminando en la legendaria piña fundacional. En el trayecto entre estas reside algo más, ya no son solo piñas, sino mucho más. Y por unos breves momentos, esos chistes cosméticos hicieron del film otra cosa. Algo mayor y superior.
A fines de los años 90 hubo una gran explosión del llamado cine queer: films que, en buena medida, retrataban personajes homosexuales en oposición a algún tipo de establishment. Milk de Gus Van Sant es, aunque un poco tardío, paradigmático en este aspecto. En los últimos años surgió un nuevo punto vista para estos mismos personajes. La lucha que representaban se diluyó parcialmente. Ha habido, creemos, una cierta superación de la problemática inherente a lo queer y al lugar en la sociedad de esta minoría (hoy más enraizado). Si las mujeres de Hawks eran post-feministas, los homosexuales de estas nuevas películas son post-igualistas. En dicho panorama inédito observamos dos vertientes muy distintas. Una se orienta a la vida social: en sus prácticas, en sus despliegues, en sus hábitos sexuales. Tal vez La Vida de Adele sea el título de mayor renombre dentro de esta vertiente. La segunda tendencia parece abordar la homosexualidad desde un lugar de trascendencia en construcción. Llámame por tu nombre sería un ejemplo. Surge algo extraño respecto del escenario actual. Más allá de lo interesante o lo necesario que proponga, sus exponentes sufren de estolidez crónica. Las fabulas sexuales de La Vida de Adele no pasan de lo efectista, en tanto que los dilemas de plástico seudo-intelectuales de Llámame por tu nombre no logran más que reducciones mortuorias. Si bien en ambos casos se falla, podemos respirar tranquilos al ver dos películas, dos obras de cine. No se puede decir lo mismo de Las hijas del fuego. Esta cosa -que no merece llamarse película- explora ambas vertientes al presentar un grupo de mujeres homosexuales en estado de fornicación constante, mientras una empolvada voz en off arroja postulados del estilo: “El porno es la objetivización de los cuerpos” (¿?). Minuto a minuto somos testigos de un registro que pasa de orgía en orgía, disfrazándose de rupturista. Como resultado, puras nimiedades. El final es un plano de varios minutos de una mujer masturbándose, luego de observar cómo un extenso grupo de mujeres utilizaba todos los instrumentos de autocomplacencia habidos y por haber. Sin narración, sin imágenes, sin ningún esfuerzo por conmover o cautivar. Además: ¿Implica transgresión o ruptura filmar una larga masturbación? A esta altura del partido, el recurso deviene tonto e inmaduro. Los créditos presentan una road movie, pero no hay road ni movie, solo hay una cuarentena interminable de sexo lésbico. Las ideas del film son bajas y acartonadas; los hombres que aparecen se la pasan repitiendo, sin descanso, la palabra “tortilleras”. Esta no-película piensa que todos los hombres son así, y yo lo considero un insulto. Pero incluso el tratamiento de las propias mujeres es igual de vacuo e insultante. Todas y cada una de ellas quieren, únicamente, coger. Hay una que demuestra interés por el nado, pero la trama -no se percibe tal cosa, en verdad- lo olvida pronto. Al final del día, y amén de todo lo que aquí se dice sobre el Patriarcado, lo único que parece importar es hacer uso del consolador. Quien piense que esto es rupturista o atrevido es un puritano. Quien piense que esto es una película desconoce lo que es el cine. Vale la sentencia: una cosa como esta no merece espectadores.
El número 50, como podrán imaginarse, es vital para este documental. Marca por un lado el 50 aniversario del primer contingente koreano que arribó a la Argentina, tanto como la primera vez que el -ya icónico- actor Chang Sung Kim (Los Simuladores, Graduados, etc.) retorna a su país de origen. Pasaron casi 50 años de la ultima vez que Chang pisó Korea; el documental, por cierto, retrata -en sus mejores momentos- este personal retorno. 50 Chuseok es ante todo un documental sobre un viaje. Viaje en un traslado material, Chang va de Argentina a Korea; y un viaje simbólico, la inmersión del propio Sung Kim en una suerte de estado transitorio, un punto medio entre su origen koreano y su vida, familia y mentalidad argentina. Chang Sung Kim resulta una presencia envolvente. Este actor koreano-argentino, con cada chiste, expresión o frase celebre se adueña de la pantalla absolutamente. Cada una de sus intervenciones aspiran a lo memorable, lo cual muchas veces logra, ya que, después de todo, esta sería su película. Aquí, en la oración final del párrafo anterior, llegamos al meollo del asunto; lugar donde la claridad numérica sufre de cierto empaste. El documental se desarrolla a partir de tres tipos marcados de escenas: Primero, tenemos las escenas diseñadas directamente para las reacciones de Chang. Provenientes de los sentimientos más desgarradores, tanto como de los chistes más elocuentes; Sung Kim, como buen actor, sabe plasmar una montaña rusa de emociones, que no fallan en emocionar. Un segundo tipo de escenas comprenden cierta dosis de abstracción, como instrumento para ahondar simbólicamente en el tema de la película: el doble viaje de Chang -cuando vemos a Sung Kim arribando a Korea, y de fondo escuchamos música tradicional koreana, mimética de la lluvia-; estas escenas, tal vez escasas, permanecen correctas en su despliegue. Por ultimo, un tercer tipo. Estas escenas se enfocan en el pequeño equipo técnico detrás de la filmación de la película; el interés de este proceder parecería ser el hacer la película de la película. La elección de hacer estas escenas fue, sin ningún tipo de duda, la peor decisión que tuvo el film. Los dos primeros tipos de escenas funcionan perfectamente entre si. Cuando el diseño se centra en Chang -y la emoción que este tiene al llegar a la calle donde nació, por ejemplo- 50 Chuseok nos hace reír y llorar. Pero cuando el propio Sung Kim es confinado al fondo de su propia historia -y a su viaje- la película se resquebraja. Ver a la directora Tamea Garateguy -y al equipo técnico- sacarse fotos con koreanos, mostrar como prepara y termina las escenas o atestiguar que instrucciones técnicas se dan a cámara y sonido; nos aleja del centro de la película. En estas escenas (con alguna afortunada excepción) Sung Kim queda confinando al fondo, incluso al extremo de volverse ajeno a su propia película. Aquí la pregunta: ¿Es una película sobre un viaje, o es un documental sobre un documental? Ya que ambas no coinciden. Estas escenas nos alejan de Chang y su viaje, del contingente koreano y de sus amistades; al fin y al cabo, nos alejan de lo que más importa en el film: El 50 Chuseok (un aniversario y un reencuentro).
Mientras esperaba que Todo el año es navidad comenzara, me encontraba hablando con un colega sentado a mi izquierda. Le conté sobre la película que había visto el día anterior, un documental descomunalmente flojo que -pese a su corta duración- me hizo abandonar la proyección antes de que finalizara. Estaba apenado, ya que tenía una gran ilusión para con esa película; pero más que nada, para con el personaje que ésta retrataba, un personaje tan importante como interesante. Fue una lástima recordar sólo comentarios tendenciosos, anécdotas parciales y contradicciones permanentes. En todo ese desvarío -y para detrimento de mi ilusión-, el sujeto principal -un hombre entrado en años, canoso y rechoncho- se desdibujaba irremediablemente, tal vez hubiese sido una mayor justicia que él participase en un documental donde fuera mejor retratado. Qué lástima que Néstor Frenkel no conoció a este hombre; porque hubiera sido un gran Papá Noel. Todo el año es navidad se separa de la polémica inherente al tema del film. Se aleja de la bajada de linea ideológica (Santa Claus = Coca Cola = consumismo) partidista sin -y esto es una gran virtud- desmerecer una conciencia política definida. Ordenemos un poco. La película se desarrolla a través del seguimiento episódico de una docena de hombres muy diferentes. De diferentes vidas y ocupaciones, pasiones y vicios; pero con una fundamental similitud. Todos son, durante el caluroso mes de diciembre, Papá Noel. La excentricidad es la regla. Un Papá Noel es instructor de jiu-jitsu mientras que otro es masajista y plomero (al mismo tiempo), uno es alfarero -hace unos lindos pesebres- mientras que otro representa guerreros medievales. De todas formas, todos estos datos, dispuestos en situaciones imaginativas y extravagantes, brillan cuando son puestos bajo la lupa de Frenkel. Gloriosos momentos se desprenden de certeros contrastes: Mientras un Papá Noel dedica horas y horas de su tiempo en la peluquería para teñir su pelo; otro Papá Noel, pelado y motoquero, se coloca una barba postiza en el momento de su acto. Por otro lado coexisten Papás Noel profundamente contradictorios. En Todo el año es navidad aparecen al mismo tiempo un militante -emparentado con el sindicalismo y el Cordobazo- y un cartón publicitario -uno de ellos actúa de Santa Claus en las publicidades de Coca Cola-. Aquí, justamente lo que hablábamos del apartamiento; estos personajes rotundamente diversos conviven amablemente. La clave de este proceder está en el comienzo del film, cuando Papá Noel explica: “Mi mamá quería que fuera sacerdote, mientras mi papá quería que fuera empresario. Terminé siendo las dos cosas.” El procedimiento de Frenkel es cuasi fenomenológico; toma un fenómeno especial -Papá Noel- y lo desarrolla en sus más ínfimas particularidades. Por eso, cada vez que vemos un nuevo sujeto -y las grandes diferencias que tiene con el que lo antecede y procede- tenemos la sensación de ver una unidad constante. Unidad conceptual -por lo que decíamos- y formal -las tomas parcialmente en monocromos o el uso extensivo del set y artilugios comunes de montaje, por ejemplo-. Vemos a Papá Noel, vemos doce veces a Papá Noel; siendo siempre igual, y siempre diferente. Todo el año es navidad mezcla la extravagancia más manifiesta con la interioridad más recóndita. Luego de terminada la proyección me sorprendí de ver, esta vez a mi derecha, a uno de los Papá Noel retratados, siendo este un espectador más en la función. Debo decir, de todas manera, que mi ilusión quedo restablecida, ya que a lo largo del film me sentí nuevamente un niño; esperando por ver, vez tras vez, a Papá Noel. Habiendo visto varias de las grandes películas de este festival; no considero una hipérbole, ni mucho menos una exageración, pensar en Todo el año es navidad como la mejor película de este Bafici. ¡Feliz Navidad!
Los encuentros prodigiosos han reaparecido en esta cobertura -mi primera- del Bafici. Ya había comentado un evento de esta índole en la critica de Todo el año es navidad, tal vez el que voy a explicar a continuación no tenga la magnitud de aquel, pero creo que es igual de pasmoso. Luego de terminar la tercera parte de La flor, las últimas cinco horas y media de un total de catorce, me dirigí a la función de Transit. Vi una película alemana tan lenta como firme, situada en una realidad tan fantasiosa como contemporánea, y desenvuelta en un escenario tan fantástico como naturalista. Mientras veía como Georg era obligado a emprender un viaje tan extraño como opresivo, confinado a un tren únicamente acompañado por dos cartas ajenas. Una carta proveniente del consulado mejicano de Marseille y otra firmada por una tal Marie, y destinada a un marido anónimo, que Georg no conoce y nunca conocerá. El clima ominoso de Transit se asienta en pocos elementos; el homónimo transit (una suerte de ciudadanía transitoria), que marca como macguffin el relato, el cambio de identidad que toma George -para convertirse en la persona ausente a la que están destinadas esa carta-, y, ante todo una voz en off circundante que abastece el relato. Transit podría bien ser parte de las historias de La flor. La aventura enrarecida de Georg se familiariza con las de Llinas; los pliegues constantes e historias dentro de historias también están presentes en Transit, de una manera muy similar a como las vemos dispuestas en la película argentina. Una mujer confunde a Georg con otro hombre; esta mujer busca a su marido, irremediablemente perdido. siempre que ella esta cerca de alcanzarlo -alguien le había dicho que estaba en el correo, otro le comentó que lo vio cruzar una calle-, él siempre parece esfumarce en el último momento. Esta historia parcial se une con una revelación futura que ensancha el relato, uniéndose a su vez con una nueva historia (marcada por la voz en off) que vuelve a expandir la película; cada pliegue parece tener un lugar intrínseco en la conclusión total del film, en su búsqueda y fatalidad. Resumiendo: Partiendo de dos cartas de equívocos remitentes, la película se agranda en función del apilamiento consecuente de historias. Siempre tomando como eje a Georg. Si bien Transit y las historias de La flor se asemejan, observamos impulsos diferentes en ellas; mientras la primera se centra en un Georg ínfimo o diminuto, la segunda inunda constantemente la pantalla con las mismas cuatro actrices (1). Por otro lado, Transit es, al fin y al cabo, una narración; La flor no es una narración, ya que el propio Llinas no sabe narrar (amén de sus explicaciones), lo único que hace es presentar una envoltura; si Transit contaba una historia con personajes oprimidos en situaciones enrarecidas -se puede rápidamente citar la obra de Kafka como correlato dominante-, la película de Llinas envuelve y envuelve usando monólogos abstractos, explicaciones contrastantes, conjugado una voz en off perpetua y un fanatismo por Orson Welles que ya quedó viejo. Primero vi a Transit como una continuación directa de La flor. Más allá de su cercanía en mi grilla de horarios, creí que existía una contigüidad entre ambas películas. Pero, concluyo: una refrita, repite y congela; mientras que la otra expande, condensa y cuenta historias.