Cuando el mandato histórico quiebra una decisión estética
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El inglés Joe Wright vuelve a dirigir una película de época que se enmarca dentro de la historia vernácula de su nación. En este caso la película se ofrece como un curioso contracampo de Dunkerque, de Chistopher Nolan, también en competencia a Mejor Película en los Óscars. Lo que la de Nolan retrata en el campo de batalla, en Las horas más oscuras queda excluido a causa de la zambullida dentro de la intimidad de Winston Churchill durante el lapso en que asume como Primer Ministro inglés en medio del momento más crítico de la Segunda Guerra Mundial, con Europa a merced del Tercer Reich. Con el antecedente de una falla militar durante la Gran Guerra en Gallipolli y la gran resistencia de sus colegas del Ministerio de Guerra, Churchill debe asumir el dilema de rendirse ante el Imperio Alemán para salvaguardar al multitudinario ejército varado en las playas de Dunkerque (poniendo en riesgo la futura soberanía y el honor de su nación), o bien, extender la puja bélica ante el monstruo Imperial que viene asolando el continente.
Las horas más oscuras tiene todos los condimentos necesarios que excitan el paladar de la Academia. Debajo de kilos de maquillaje –siempre amables para paliar las falencias de un actor- Gary Oldman entrega una interpretación comedida y coherente con el temperamento flemático inglés y los rasgos conocidos de WC. El histrionismo que a veces se apodera del actor está neutralizado, lo que le habilita a explorar los atributos más marcados del personaje como su picardía antidiplomática y su terquedad. De esta manera, con un personaje tan trascendental en la microgestualidad, las situaciones declamativas y discursivas requieren de un registro en donde el actor se halla en su zona de confort. Oldman podría interpretar una biopic de Hitchcock, dado que comparte muchas características con el Churchill suyo y de Wright. Probablemente en marzo estará alzando la estatuilla al Mejor Actor.
La película no está narrada exclusivamente desde el punto de vista de su protagonista. Tardará unos minutos en aparecer en escena dado que el desencadenante –la renuncia de Chamberlain y la decisión de WC como su reemplazo- no requiere de su presencia y permite introducir al espectador la crisis parlamentaria del Reino Unido a causa de la guerra. Esta decisión, junto con el fogonazo de un cigarrillo que revela por primera vez su rostro, contribuye al enaltecimiento del ícono democrático inglés.
Tras la oscarizada El discurso del rey y El código enigma, Las horas más oscuras continúa el linaje de la historia británica en los Óscars, pero en este caso esta película se ve matizada por un leve sentido del humor que le borra cierta solemnidad típica de estos relatos. La sobriedad y templanza para afrontar un relato histórico no necesariamente deben estar tonificados, por naturaleza, con una seriedad o solemnidad discursiva, (como sucede, por ejemplo, en Lincoln de Spielberg). Joe Wright, Gary Oldman y su guionista Anthony McCarten intentan no subordinarse a esa norma clásica –aunque sea solo durante el primer tramo.
El costado burlesco y socarrón de Churchill subyace continuamente y es de alguna manera uno de los factores que le facilitará la conquista del pueblo británico e incluso la empatía del Rey y de su secretaria. El ostensible fuera de campo de la batalla también permite que el humor pueda soltarse sin culpa (aunque con timidez) pero por otro lado suscita cierta frivolidad, en la medida en que el riesgo fatal de los combatientes es tratado desde una óptica burocratica. La fallida operación de Calais no deja de ser un acontecimiento trágico que en la película no supera su función anecdótica. La pequeña secuencia recompensatoria del brigadier recibiendo la carta exhibe un tibio intento de acusar el impacto sensible de las decisiones del mandatario, aunque su opulencia formal revele la artificialidad de la escena. Este desliz, que detenta una indecisión entre el thriller que se asoma al principio y el drama patriótico/político que lo sigue, podría ser soslayable; en tanto y en cuanto no se insista, por mandato político, en compensar la carencia del belicismo con símbolos patrios demagógicamente humanistas. Durante el último tramo, ante la urgencia del dictamen de Churchill, Wright, sin volver al campo de batalla, efectivamente empieza a sobreponer su pulsión patriótica por encima del conflicto dramático de la historia. Una vez que ya se sugirió el peligro mortal de su equivocada estrategia de Calais, todos los escollos dramáticos entre escritorios que le siguen, se vuelven livianos y su evocación del patriotismo repelentes. Ya deja de ser pícaro e intimista.
Su principal problema, en verdad, es una incongruencia del guión que responde a la necesidad de acatar el mandato de los dramas históricos recién mencionado. La Operación Dynamo ya estaba en marcha antes que Churchill deba decidir si firmar la engañosa paz con Hitler. La hipótesis de que la decisión de Churchil, para rechazar la paz y salvar a su pueblo, fue motivada por su interacción con el pueblo en un subte es tan débil como sensacionalista. Esta construcción sintáctica no resiste ningún análisis, ni histórico ni narrativo. Resulta extraño que Wright no hiciera énfasis en la puesta en marcha de dicha operación y de sus resultados, relegados a un plano final y enunciados en una placa. La valiente decisión de asumir el código –suave- del humor y la guerra en fuera de campo, como atajo para no sucumbir ante el alegato panfletario, se ve superada hacia al final ante la exigencia del vitoreo popular como garantía de eficacia climática.
Por último sería un despropósito no destacar el aporte del fotógrafo Bruno Delbonnel (Amelié, Amor Eterno, Inside Llewyn Davis) quien adopta la opción tan osada como pertinente del naturalismo. La acción de la película transcurre dentro de habitaciones, despachos, Cámaras y Gabinetes, palacios reales y judiciales, pero la coreografía de la cámara y la propuesta estética de Delbonnel contrarrestan la hipotética teatralidad de un relato intimista de interiores. Los cotilleos de los parlamentarios en contra de Churchill son enunciados en un bellísimo plano secuencia que unifica conversaciones anónimas en los pasillos internos del Parlamento y la misma delicadeza enaltece algunos encuentros del mandamás con sus pares y en su intimidad.
Las horas más oscuras parece asumir su vuelo propio durante su presentación pero es, quizás, el sentimiento de culpa de su guionista y su director que van mutando la sobriedad y firmeza de su mirada a un manifiesto autocomplaciente y populista sobre un hecho trascendental en la historia del continente europeo.