La nueva película de Kleber Mendonça Filho, codirigida junto a Juliano Dornaelles, no solo confirma a uno de los cineastas más singulares del cine contemporáneo, sino que pone de relieve una certeza del cine brasileño: ninguna coyuntura política o social detendrá el compromiso de sus cineastas de interpretar y establecer un vínculo directo o, como en este caso, alegórico del propio presente de su país. Siempre ha sido así y en la actualidad, aunque existan varios referentes como Adirley Queirós, Affonso Uchoa, Juliana Antunes o André Novais Olivera, el director de Sonidos vecinos (2012) es el principal exponente del cine de su país y uno de los críticos más acérrimos de Bolsonaro, o en su momento, Michel Temer. - Publicidad - Aunque Aquarius, la obra previa de estos directores, había logrado reunir el beneplácito de la crítica y de los espectadores, con Bacurau se lanzan a un propuesta mucho más compleja, arriesgada, exótica y desenfadada: un western cangaceiro, no exento de fantasía y sucesos paranormales, con altas dosis de acción e intriga, reminiscencias al gran Glauber Rocha para apropiarse de un género y reformularlo con sus propias palabras, y un culto a la resistencia organizada de un pueblo contra enemigos foráneos, lo que en su propio contexto la vuelve deliberadamente política. Bacurau es un pueblo remoto y pequeño del sertao brasileño. Tras la muerte de la matriarca local, cuyo funeral moviliza a toda la gente y en donde se ofrece una descripción precisa de sus referentes principales, comienzan a desencadenarse una serie de eventos extraños. Hechos sutiles como la desaparición de su nombre en los mapas o la pérdida de señal en sus teléfonos móviles, se siguen de ataques deliberados como unos tiros al camión que lleva el tanque de agua al pueblo o la masacre a una familia que vivía en un rancho en las afueras. Lejos de construir un relato basado en el misterio que podría causar el desconocimiento de los perpetradores de estos hechos, no se tardará mucho en poner en escena a estos sujetos. La búsqueda de la película, entonces, pasa por otros afluentes: esbozar la planificación y ejecución de una contrarespuesta por parte de los lugareños hacia los bandidos. Lo que un principio se exhibe como un drama rural, poco a poco parece mudarse a un thriller con ribetes de ciencia ficción para finalmente volverse un western o película de venganza. En no hay tanto espacio para las sutilezas, sus directores optan por la desmesura, como si se tratase de un agite panfletario, dentro de su código ficcional y alegórico. En este cóctel de elementos dispersos y de un protagonismo coral de los pobladores también hay lugar para la cínica figura de un funcionario local, que es rechazado por sus coetáneos, drogas con efectos desconocidos, probablemente psicotrópicas, un grupo de marginales o guerrilleros que están guarecidos en un dique cerca de Bacurau, la presencia constante de la tecnología o incluso llega a coquetear con el terror, producido por la incertidumbre de la oscuridad, durante una escena protagonizada por niños. Por supuesto, la película apunta a un enfrentamiento final, cuyo ritmo y suspenso lo vuelven magistral, así como también los espacios simbólicos en donde tiene lugar. La sangre que quedó en las paredes no se limpiará para que quede como huella de resistencia. Ambientada en un futuro incierto, que bien podría ser muy pronto en el tiempo, Bacurau fue filmada previamente a la asunción de Bolsonaro, mucho antes de que exista la oportunidad concreta de que sea presidente. Destacan en su elenco Sonia Braga, que había desplegado toda su magia en Aquarius , y el alemán Udo Kier.
La nueva producción de Diamond Films, Reporte Clasificado, se estrena este jueves en nuestro país. Basándose en la investigación de Daniel J. Jones, Scott Z. Burns escribe y dirige este thriller seco y mesurado, cuyo énfasis en la crónica del proceso es noble, aunque por momentos poco inspirado. - Publicidad - Dan Jones (Adam Driver) es comisionado por la senadora Dianne Feinstein (Anette Bening) para liderar una investigación acerca del Programa de Detención e Interrogatorios de la CIA, activado a raíz del ataque del 11 de septiembre.. El descubrimiento de los tratamientos inhumanos y la tortura desmesurada que les fue propinada a los sospechosos movilizan a Jones a intentar comprobar su sospecha: que la excusa de que tales interrogatorios sirvieron como elementos de inteligencia para prevenir ataques terroristas y contactar a Bin Laden, preservando la seguridad del país, es falsa dado que ese Programa no tuvo nunca niguna utilidad más que ejecutar la vileza y el sadismo de los torturadores. La complicidad y responsabilidad de la CIA y el Departamento de Defensa son barreras que sistemáticamente irán ensuciando el informe de Jones. Cualquier acontecimiento real, con cierto nivel de relevancia, que involucre a alguno de los principales actores u organismos del establishment estadounidense, tarde o temprano -más temprano que tarde- tiene su representación ficcional en el cine o en las series. Las analogías o relaciones indirectas (salvo House of Cards) no surten efecto en Hollywood. Exigen personajes directamente contrastables con el nombre de la persona real, casos judiciales e informes periodísticos que hayan tenido lugar actualmente. La política se vuelve cine porque de alguna manera el público estadounidense quiere consumir su propia historia contemporánea. La proclama de Obama sobre reconocer los errores que su país tiene para luego corregirlos, aunque demagoga, refleja la necesidad que les surge de publicitar las manzanas podridas de su propio sistema. Siempre y cuando, por supuesto, exista un héroe cuyo objetivo excluyente sea el esclarecimiento de la verdad. Siempre y cuando la verdad triunfe. A la larga lista de Todos los hombres del presidente, Malcom X, JFK, y más acá, The Post, Spotlight, Frost/Nixon, J.Edgar o La noche más oscura se le suma un nuevo ítem. Guionista habitual del irregular Steven Soderbergh, Scott Z. Burns consolida un relato nítido y prolijo sobre los obstáculos jurídicos, políticos y mediáticos que se ciernen sobre la investigación. Su fidelidad a los hechos le brinda cierto valor testimonial a la película; principalmente en su decisión, a diferencia de varias de las obras antes citadas, de minimizar el carácter heroico y dramático de su protagonista en detrimento de poder fijar al espectador la aparente infranqueabilidad del aparato burocrático que sostuvo la operación. Varios años le costó a Dan Jones sacar a luz su informe. En medio del mismo debió acudir a maniobras que bordeaban la legalidad, y lo que es principal, necesitó del apoyo de otras personas, como es el caso de la senadora Feinstein o de un periodista. La veracidad del guion y su espíritu anti espectacular hacen de la película una experiencia inmersiva para los interesados en el tema. La nula preocupación del director por emplear algunos procedimientos o recursos narrativos que eleven a Reporte Clasificado a la mera crónica de un hecho político, puede resultarle a otros rutinaria y anodina. Las dramatizaciones de las torturas y de la elaboración del operativo por parte de los dos psicólogos, están claramente diferenciadas con el presente por el tratamiento cromático y estético. La simpleza ramplona con que está planteada esta diferenciación, le brindan al film, por momentos, la apariencia de un documental televisivo de historia, cuyas dramatizaciones resultan vulgares. La falta de creatividad para narrar el pasado es el punto flojo de Reporte Clasificado, el tono de interpretación de Adam Driver, quizás lo más destacable. Como curiosidad resulta sorprendente la cantidad de actores popularizados en series que componen el elenco: Jennifer Morrison (Dr. House) Corey Stoll (House of Cards), John Hamm (Mad Men), Michael C. Hall (Dexter), Maura Tierney (The Affair) o Matthew Rhys (The Americans), Sarah Goldberg (Barry), Ben McKenzie (The O.C.)
Tras arrasar en la última edición de los Premios Goya, se estrena el cuarto largometraje dirigido por el madrileño Rodrigo Sorogoyen. El reino de la corrupción se inspira en algunos casos de corrupción, que sacudieron a la escena política española, para llevar adelante un thriller electrizante y caótico sobre un hombre que no está dispuesto a inmolarse públicamente para “salvar” a sus compañeros. - Publicidad - Tener que escenificar los excesos materialistas y las frivolidades de los actores políticos, no implica que el tratamiento estético de la película tenga también que ser excesivo y barroco. Sorogoyen -por suerte- no se regodea con la lujosidad, sino que apenas se limita a filmar en yates, mansiones o terrazas durante la introducción para describir la hipocresía y el despilfarro de los personajes protagonistas. En El reino de la corrupción el goce de sus personajes (funcionarios públicos) se cuenta de una manera rutinaria, con la distancia que no tuvo, por ejemplo, Loro, de Paolo Sorrentino. Recién cuando Manuel, vicesecretario autonómico, es escrachado públicamente con un grabador oculto y se desata el conflicto, la película encuentra el tono y se asienta con comodidad dentro de la turbulencia que azota al destino de su protagonista. Aunque muchos ponderasen su carácter “político”, El reino de la corrupción no es una película política. Los destinatarios de su posición crítica no son más que conceptos abstractos, por lo que no se trata más que de un película sobre políticos, cuya coyuntura ilustra ciertas nociones acerca del “rosqueo político” pero no ofrece ninguna declaración ideológica. Esto se evidencia en los pasajes en que Manuel interrumpe en las oficinas de sus colegas para negociar un acuerdo que lo salve, en donde nunca está claramente determinado qué cosas, en términos políticos, son las que se ponen en juego. Durante esas escenas es donde la película diluye el vértigo que la venía acompañando. El reino de la corrupción es, ante todo, un thriller y si se sustituyeran los trajes por cadenas y camperas deportivas o las oficinas alfombradas por sucuchos tenuemente iluminados, no sería una película conceptualmente diferente. Son los momentos fuera de los despachos los más atrapantes de la película, en lo que claramente el director de Que dios nos perdone o Estocolmo se mueve con soltura.
Con el espaldarazo que significa el reconocimiento a mejor actuación a Marcello Fonte en Cannes 2018, se estrena en las salas argentinas Dogman, noveno largometraje de Matteo Garrone. A once años de haber ganado la Palma de Oro con Gomorra y tras haber arrasado en los premios David di Donatello, Garrone retoma el submundo marginal de una Italia gris, en lo que es, indudablemente, una vuelta resonante a las carteleras. - Publicidad - En un pueblo italiano costero, lúgubre y desolador, Marcello es dueño de una perrería. Juega al futbol con sus vecinos del barrio, ve esporádicamente a su hija, con quien planea viajes para bucear, y tiene un cariño sobresaliente por los perros. Su presunta inocencia y bondad comenzará a mancillarse con el accionar desmedido y brutal de su amigo Simone. La fragilidad de Marcello le impidirá oponerse a las actividades delictivas de su amigo, quien lo arrastrará hasta la perdición. ¿Cuántas relaciones asimétricas conocimos en las que alguien ejercía un daño absoluto sobre la otra persona que, a pesar de todo, seguía junto al otro? Dogman se encabalga sobre esta cuestión para centrarse en el devenir de un personaje secundario, hegemónicamente relegado por su carencia de temperamento. La endeblez física de Marcello se condice con su incapacidad de tomar decisiones por su propia cuenta. La necesidad de aceptación será la causa de la fidelidad que le prodigará a Simone, aun cuando tomar determinadas decisiones le puedan llevar consecuencias funestas. Paralelamente Garrone indagará en las singularidades de su personaje, que resultan las escenas más logradas de la película. En especial, la relación que guarda con Alida, su hija, y con los perros ( a los que cuida y a otro al que intentará salvarle la vida a riesgo de perjudicar la suya). La ternura de estas escenas es contundente, e incluso simbólicamente explícita: en un mundo de ventajeros y machos, la sensibilidad de Marcello solo aflora ante una niña y/o animales. El amor que encarna Marcello Fonte en estos tramos es conmovedor. Dogman, entonces, desprende una misantropía, que llegado un punto determinado de la película, puede resultar tediosa. Ningún humano adulto lo respeta y de ahí la dependencia de Marcello hacia Simone: la sonrisa genuina que le despierta su amigo, cuando lo une a la fuerza con una prostituta en un cabaret, representa el gesto de interés que Marcello clama desesperadamente. La escena final, maravillosa en su construcción sonora, será elocuente con respecto a esto último. Para quien disfrute de aquellas películas que exponen un mundo en descomposición, que irá degenerando a sus personajes, y donde el único gesto de rebeldía es la venganza; Dogman es una obra contundente y sutil sobre cómo un hombre solitario es capaz de cualquier cosa a cambio de un gesto de amor. Para aquel que no se sienta cómodo con una visión pesimista del mundo y confíe en que la sociedad tiene reservada una dosis de humanismo salvable, Dogmanpuede resultar una experiencia densa y lacerante. Más allá de ambas visiones, el film posee una cualidad indesmentible: Garrone, sin tener que recurrir a trucos alevosos, todavía es capaz de cortarle la respiración a su espectador.
Ashgar Farhadi, el más popular de los cineastar iraníes, vuelve a escribir y dirigir un film en una patria y lenguajes ajenos a los suyos. Se estrena en Buenos Aires el próximo 6 de setiembre Todos lo saben, película que fue exhibida en la apertura del Festival de Cannes, tiene lugar en el marco de un colorido pueblo español y en su elenco cuenta con figuras de la talla de Javier Bardem, Penélope Cruz, Bábara Lennie, Eduard Fernández, Inma Cuesta y Ricardo Darín. El ganador de dos premios óscar a película de habla no inglesa, con La separación y El viajante, recicla o retoma tensiones temáticas de anteriores obras para construir un relato que bucea entre el melodrama y el thriller, aunque el saldo final resulta cuestionable. - Publicidad - Todas -o casi todas- las películas dirigidas y escritas por Farhadi atraviesan el mismo eje temático. Los vínculos familiares están sobrecargados de demagogia y basta el impacto de algún conflicto para que se desate una debacle familiar en donde secretos y tensiones ocultas salgan a flote. En Todos lo saben es la desaparición de Irene, una adolescente que es secuestrada durante la boda de su tía. La búsqueda del dinero para financiar el rescate resquebraja las susceptibilidades de los integrantes de la familia, quienes comienzan a sospechar unos de otros y a avivar rencores olvidados. Laura -Penélope Cruz- viaja a su pueblo natal de España para asistir a la boda de su hermana, junto con su hija Irene y Diego, mientras que Alejandro -Darín- se queda en Argentina por motivos que luego descubriremos. Un viejo amorío de Laura con Paco -Javier Bardem-, dueño de una finca que la compró a un precio dudoso a Laura y casado con Bea -Bárbara Lennie-, cobrará un papel preponderante ante la desaparición de Irene. Hermanos, novias, abuelos se intercalan como piezas en esta trama en la que todos se relacionan de alguna manera. El problema de Todos lo saben está precisamente imbricado en la crisis de alguien que escribe y dirige una película sobre un mundo y una cultura que le es ajena. El libreto cuenta con un conflicto consolidado, sobre un entramado de relaciones entre los personajes prolijamente zurcido, cuyo detonante irá descomponiendo, como fichas de dominó, las ramificaciones familiares. Todos los personajes tienen una función clara dentro de la familia y puede adivinarse a priori qué relación tiene uno con el otro. El jugoso elenco de grandes actores no se ve forzado porque cada personaje es importante y tiene alguna singularidad que exige una buena interpretación. ¿En qué se diferencia con sus producciones iraníes? En que la cercanía del realizador con el universo representado le permite tomar decisiones más arriesgadas en la composición de la puesta de la escena, agigantando el vértigo de la verborragia habitual de sus personajes. En Todos lo saben los personajes constantemente parecieran quedar en offside. La inseguridad del cineasta se enuncia en el costumbrismo que adopta para narrar la película, que lleva al film por momentos a refugiarse en un formato telenovelesco. La elección de algunos planos no responde a ninguna otra significación que no sea la de la necesidad de cubrirse. Casi todo lo que sucede está filmado con un plano-contraplano a media altura, porque Farhadi no quiere tomar el más mínimo riesgo. Así los actores quedan expuestos, dado que el iraní se preocupa más en poder darles espacio para que se expresen, que en construir un universo estético que los ampare y acompañe. Situación que no sucede en A próposito de Elly o en La separación, quizás por el abismo que nos separa de la cultura iraní y que al verlo trasladado a nuestro lenguaje queda en evidencia. O quizás la interacción sin traductores con un mundo harto conocido por él, le permite confiar más en los elementos dramáticos de la historia y entonces tomar decisiones más atinadas Quien más sufre este desfasaje es Darín, que encarna a un hombre cuya motivación religiosa está descontextualizada del universo ficcional, dado que parece extirpado de las tierras nativas del director. Lo mejor de Todos lo saben está en la dosis de intriga que se genera acerca de la identidad de los secuestradores. La llama del relato se mantiene oxigenada por el componente policial que nos invita a desconfiar de todos. La decisión de encuadrar durante varios segundos al culpable en un momento del film donde su participación en esa escena no ameritaba semejante atención puede destruir esa intriga, aunque quizás esto sea solo una obsesión personal, que pasa desapercibida para cualquiera. El final abierto puede resultar inquietante, en la medida en que despierta la curiosidad de qué pasaría después.
Mezcla de documental con video danza, En el cuerpo registra la obra performática del grupo Compañía de Danza Sin Fronteras, a la vez que testimonia el proceso creativo de la coreografía y los ensayos previos. - Publicidad - Bajo la premisa de abarcar las vicisitudes de la sociedad durante el último gobierno de facto, hasta ser vencido por la democracia, se estructuran las piezas de esta danza conceptual. La introducción de un bailarín que se contorsiona en las penumbras de un espacio oscuro y desanclado es la primera referencia al período negro de la dictadura, para luego ir intercalando diferentes representaciones metafóricas de los períodos consecuentes de nuestro país. Estos incluirán un espectáculo circense, la simulación de las olas del Río de la Plata, una persecución en colores, una danza femenina en clave de luto, que en palabras del director refiere a las Madres, o incluso una serie de encuentros y desencuentros entre los bailarines -que refuerzan la búsqueda de identidad ante el triunfo democracia- que culmina con un baile multitudinario correspondiente a la libertad. En los entretelones de estos cuadros existan otras vicisitudes: las del rodaje mismo. La prohibición de poder continuar filmando en el Parque de la ESMA es uno de los conflictos iniciales que da cuenta del poder simbólico de esta obra de danza. Como afirma el director no se trata simplemente de un lugar o una locación, sino que es sede de un vínculo emocional que reforzaría la tesis de la obra, aunque a las autoridades del Parque no pareció importales. Candelaria Iocco, Gabriela Torres, Leticia Abelle, Lucrecia Rossetto, Mariano Landa, Pablo Pereyra y Yohan Chavarría son los integrantes de este grupo de bailarines. Tres de ellos -dos hombres y una mujer- son discapacitados por lo que deben circular en silla de ruedas, pero lejos de resultar un impedimento, es otro matiz que se acopla con naturalidad a las coreografías. Alberto Masliah -director- opta por registrar los ensayos y las reuniones en que se debaten tanto puntualidades de los movimientos de las coreografías como la disponibilidad semanal de los bailarines para poder ensayar o incluso conversaciones banales, con el fin de transmitir el buen clima de compañerismo dentro del grupo. Con la participación también de músicos que hacen sus apariciones ocasionalmente durante los momentos de danza, En el cuerpo es una película de escaso metraje -62 minutos- que hoy tiene su estreno en el Cine Gaumont, a las 12.10 y 20 hs.
Tras 11 años de inactividad la directora Valeska Grisebach volvió al plano internacional al exhibir su nueva obra en el Festival de Cannes del año pasado. La espera no fue en vano: lla extensa reclusión de Grisebach tiene como fruto esta maravillosa película llamada Western, en lo que es una arriesgada estrategia por remitirse al género, aun manteniendo cierta distancia formal con epul mismo. - Publicidad - Entre un grupo de trabajadores alemanes que son enviados a construir una represa hidráulica, en algun punto remoto de Bulgaria, está Meinhard. Su andar cansino, su postura desgrabada y su reticencia a conversar, lo diferencia de sus colegas de tendencias gregarias quienes, con Vincent a la cabeza, se perturban ante la indiferencia de su nuevo compañero de trabajo. La cercanía a un poblado local es el refugio que encuentra Meinhard donde, a pesar de la infranqueable barrera idiomática, logra entablar un fuerte vínculo con los lugareños. La escasez de agua que debe ser compartida entre unos y otros o la desaparición de un caballo local fuerzan el acercamiento de ambos grupos, en el que Weiland se encuentra en medio. La escenografía de Western reúne todas las características del género: protagonista tactiturno, hombres a caballo, atardeceres fotogénicos, el saloon del pueblo, camaraderia entre unos y animosidad entre otros. ¿Cual es la variante moderna que encuentra Grisebach? En Western no hay formato panorámico ni el equilibrio compositivo fordiano. El registro de la pelicula representa una búsqueda observacional, separéndose del artificio estético del género hollywoodense para adentrarse en lo que es una represetanción mas sucia y directa de los acontecimientos. En Western hay pocas palabras y muchas elipsis, pocas heroicidades y muchas miradas contenidas, poca accién y mucho barro. La propuesta de trabajar con actores amateurs y la arbitrariedad con la que Grisebach seleciona los encuadres -contrario a la planificación metódica de un western- reenvían al espectador a una experiencia cuasi documental. Cada intento infructuoso de comunicación entre Meinhard y los bulgaros, cada mirada hosca que recibe el alemán y cada gesto humano que terminan brindándole los lugareños, pueblan a Western de una sinceridad gratificante. La cantidad de tiempo que llevó a la directora la realización de la pelicula se evidencia en la naturalidad en que se desenvuelven Ias relaciones entre los personajes. El misterio y la fascinación por lo desconocido guían al personaje en su búsqueda de aliados en la comunidad. En Western no existen los anticipos, los subrayados o enunciadores de una postura moralista frente a lo narrado. Las oposiciones características del género entre lo salvaje y lo civilizado, entre héroes y villanos, entre el honor y la decadencia, se cuelan al tiempo que Grisebach mantiene cierta ambiguedad discursiva. Las escenas pueden no tener un comienzo claro o tener un corte abrupto dado que Grisebach confía más en la riqueza que le puede brindar los actores y en conservar una indeterminación narrativa. Evidente muestra de esto es su final, tan banal y sin signos previos de la caída del telón, en donde Grisebach confía en la mirada de Meinhard como colofón de lo experienciado. Más de un año después de su estreno mundial en Cannes, y tras haber pasado por el Festival de Mar del Plata (donde fue premiada a la Mejor Dirección), llega Western a la Argentina, coproducida por Maren Ade, quien ya tuvo el estreno de su maravillosa Toni Erdmann. Indudablemente el cine alemán no atraviesa un momento de excelencia creativa y productiva, pero no existe período en el que no afloren individualmente grandes cineastas y grandes obras como la de Valeska Grisebach.
Unas botas inscriben sus huellas en la nieve. Es la primera imagen que nos ofrece Joel, la película que se estrena el 7 de junio y que dirige Carlos Sorín: la nieve no puede ser de otro lugar que la Patagonia. Los pasos son de Cecilia (Victoria Almeida) en cuyo andar anida la prisa. Se nos presenta de espaldas, acompañada por la suavidad de una steady cam que respira en su nuca. Este plano se repetirá en Joel incesantemente, aunque la prisa de los siguientes planos-nuca ya no está motivada por la felicidad que sí la apodera en este momento inicial. Acá Cecilia se apresura para poder llegar a comunicarle a su esposo Diego (Diego Gentile), quien trabaja en los bosques, que por fin les fue asignado el niño en adopción que venían aguardando. Luego, ya el motor de su prisa no será tan alegre. - Publicidad - El paisaje árido patagónico es el escenario de un drama mucho más ambicioso que las anteriores historias mínimas de Sorín, pero su concisión narrativa y su eximio talento en la dirección de actores son el soporte con el que cuenta el director, que garantiza así un film compacto en su articulación de la trama y certero en su intensidad dramática. El énfasis en las personalidades de perdedores, que generalmente erran por las rutas patagónicas por un objetivo banal, en Joel está puesto en una madre que debe combatir el linchamiento social que la comunidad de Tohuil le propina a su hijo adoptivo. Joel se crió bajo el ala de la criminalidad y la desigualdad en Buenos Aires y a sus nueve años encuentra cobijo en la confortabilidad de Cecilia y Diego. Su infancia traumática no va a ser pasada por alto por parte de los padres de sus compañeros de curso de primaria, quienes denunciarán la mala influencia que él ejerce en el aula. La incomodidad inicial de una pareja que busca ganarse la confianza de un niño de 9 años, con el correr de los minutos es vencida por el conflicto que surge ante la intolerancia por parte de los pueblerinos hacia el niño. Sin alcanzar la sinceridad minimalista de obras anteriores, Sorín conserva su predisposición a acercarse a sus personajes a través de una mirada frágil que destila amor y compasión. La confesión del director acerca que su interés, a los 70 años, ya pasó de la cámara a la actuación indica el tendiente humanismo de esta película que, aunque navega muy cerca de un virtual miserabilismo en la construcción de los antagonistas, se abstiene de hundirse en ese remolino. En un momento climático del film, en lugar de profundizar en el egoísmo por parte de los padres de los alumnos, Sorín opta por relegar al fuera de campo una reunión escolar y darle una pausa al espectador sentándolo junto a Cecilia que aguarda en un banco bajo la nieve. Previamente ella le confiesa a Diego su carencia de argumentos ante las opiniones de quienes quieren a Joel fuera de la escuela, lo que refuerza la intención del director de evitar el camino fácil de la demonización de estos padres y madres. Joel no cae ante el esquematismo binario de confrontar un personaje heroico ante una caterva de personajes detestables. Con la colaboración de Iván Gierasinchuk como director de fotografía, José Luis Díaz en la dirección de sonido, Nicolas Sorín en la música y Mohamed Rajid en el montaje, Sorín aborda con paciencia cada subtrama y personaje. La relación asimétrica entre una madre de orígenes aborígenes con su esposo carnicero, quien la exhime de cualquier opinión sobre el tema que concierne a su hijo, compañero de Joel, es acatado con la misma nobleza con que se narra la lucha de Cecilia. Joel es una película que respira a costa de evitar maquinaciones de un guion que busca forzar un desenlace. Sorín pone al servicio de su cámara, y de la historia, el naturalismo de sus actores, quienes con sus inseguridades y decisiones van modulando un relato amable pero también incómodo ante la hipotética situación que nos ubica la película, tan cercana a la discusión actual sobre la victimización del delincuente.
La apuesta radical de Sean Baker al realizar Tangerine le valió una efusiva aclamación por parte de un sector específico de espectadores, deviniéndose de alguna manera en lo que se entiende como “cine de culto”. El peligro de estas relaciones entre un director con el público, especialmente si se trata de un cineasta primerizo, es que este puede malinterpretar el espaldarazo como garantía de un vínculo sellado. Hacer una película con una propuesta estética o un marco de producción diferente a lo que se exhibe en los cánones comerciales no asegura la fama vitalicia para el artista. M. Night Shyamalan, Abel Ferrara o Soderbergh son víctimas de esta suerte de hybris en donde el público que en un principio lo destacó, luego se volvió despechado en su contra. - Publicidad - El proyecto Florida no es tan rupturista como Tangerine en cuanto a los temas que aborda y la construcción de la empatía a pesar de la contradicción de sus personajes. Pero indudablemente la película que hoy tiene su estreno en la cartelera argentina guarda una complejidad en la dirección actoral y la capacidad sintética y simbólica del universo que retrata. “Proyecto Florida” no es más ni menos que la representación del devenir de un grupo de niñas y niños que viven sobre la vereda de los enormes parques de Disney, pero cuya situación de emergencia los suprime de la fantasía y los sueños que pregona la industria de Walt Disney. Los primeros albores de la generación que nació en la crisis del 2008. Aunque ya esta premisa implique un proyecto inabarcable Baker también se anima a ir sugiriendo de pasada los conflictos que viven sus padres y otros integrantes de la microsociedad que viven en los moteles aledaños a los parques. De este segundo grupo de personajes emergen el gerente Bobby (le valió la nominación a actor de reparto a Willen Dafoe) y la indomable Halley (Bria Vinaite). El primero es un personaje que debe lidiar con las tensiones internas de los cohabitantes del complejo, pero aun ante personas conflictivas como Halley, Bobby adopta una actitud deferente y protectora con los huéspedes. No solo busca conciliar cualquier problema vecinal, sino que pondrá al servicio de ellos su compasión e incluso expulsará del complejo a un anciano potencialmente pedófilo. También hay lugar para un mínimo punto de fuga a su vida privada con la presencia escueta de su hijo (Caleb Landry Jones). Por el otro lado Halley representa a la madre soltera que debe criar a su hija, donde su condición maternal prematura se entrecruza con su rebeldia juvenil. Las escenas que comparte con su hija Monhee (Brooklyn Prince) son la más frescas que ha dado el cine independiente estadounidense en años. Las consecuencias de un sistema que debió reponerse de una fuerte crisis económica están representadas en ellas, quienes a pesar de todo y todos desnudan una vitalidad y personalidad capaces de trasvasar la pantalla. Las consecuencias de la crisis no son aludidas por las actrices, sino que anidan en ellas. ¿Cuál es el logro principal de Baker y qué rasgo lo vuelve singular, tratándose de un tema tan referenciado en la historia del cine? La elocuencia de su propuesta presupone la respuesta: “cuando los niños están en toma, la cámara está al nivel de sus ojos. No hay un solo momento en la pantalla donde estemos mirándolos desde arriba. Quise que fueran grandes; reyes y reinas de su mundo.”. No resulta novedosa esta filosofía técnica de homologar nuestra mirada con la de los niños. Pero sí se destaca en que esa estrategia es su correlato discursivo y actoral: nuestra identificación (y fascinación ante la naturalidad de sus palabras y miradas) no está brindada solo por el posicionamiento de la cámara, sino por la transparencia de sus actores. Salvo Williem Dafoe no hay actores profesionales que se rijan por un método del oficio, son todos humanos que materializan en clave documental su existencia. La literalidad de la contraposición entre el mundo de la fantasía de Disney con la de la infancia de estos niños marginales, que en cualquier guion sería un subrayado burdo, en Proyecto Florida es profundamente orgánico a la naturaleza de la historia. Los niños no se sientan a observar desde el otro lado de la cerca el mundo que les es prohibido sino que sucede todo lo contrario; Monhee, Jancey (Valeria Cotto) y Scooty (Cristopher Rivera) no están exentos de los juegos infantiles ni de la maravillosa fantasía que prodiga su imaginación. Baker no pierde el tiempo estilizando sus derechos vedados en busca de un escarmiento demagogo, como suele pasar en el cine latinoamericano que alaban en Cannes, o lo que intenta sermonear la última película ganadora del Palma de Oro. Con “Proyecto Florida” sitúa al espectador de la manera más literal y sincera posible en ese universo, en donde el amor, la fantasía y la compasión conviven con la miseria, como lo hiciera De Sica en la excelente “Milagro en Milán”. Ellos escupen autos, incendian casas abandonadas y mendigan comida pero no existe música que le imprima un tono trágico, ni un tratamiento visual fotogénico que apele a lo explícito para herir la sensibilidad del espectador. La naturalidad de los actores infantiles, por sobre todas las cosas de Brooklyn Price, evita las recurrencias a todos esos artificios que tanto disfruta el cine que gana premios en Cannes. La niña llorará una sola vez en la película y con eso bastará para representar todas sus penurias. Antes que eso Baker la dejará desplazarse con la misma libertad que le otorga Halley a Monhee para que junto con Snoopy y Jancey se divierta y viva su propio mundo de fantasía. Proyecto Florida es una película hermosa, con un gran compromiso político y social, que indudablemente supera en términos humanos a cualquier producción realizada en los Estados Unidos en el 2017.
Tras los trabajos realizados en Contra la pared y Al otro lado, el director alemán de raíces turcas Fatih Akin ha sido reconocido como uno de los cineastas más comprometidos políticamente con los conflictos sociales en su país surgidos a partir de la inmigración y el racismo. Los vejámenes sufridos por la población turca en Alemania están siempre presentes en mayor o menor medida. En pedazos, como es de esperarse, no es la excepción. Estrenada en Cannes en la edición anterior obtuvo el reconocimiento hacia Diane Kruger como la mejor actriz y los Globos de Oro la consideraron como la mejor película de habla extranjera del año. - Publicidad - Incorporando un acontecimiento tan sensible como actual como lo son los atentados dentro del territorio europeo, Akin se basa en sucesos transcurridos en Colonia, donde la representación del inconsciente colectivo acerca de los terroristas es sustituida por la figura emergente del movimiento neonazi en Alemania. Un narcotraficante turco recompuesto socialmente -trabaja en una oficina y contrajo familia con su esposa alemana- es masacrado junto a su hijo en la oficina donde trabaja. Las sombras de los difuntos retornarán reiteradamente bajo los espectros registrados en videos en el teléfono de Katja, viuda de esposo e hijo. “En algún momento de la escritura del guión estuve tentado de acercarme más a los neonazis, pero decidí quedarme con las víctimas. Cuando ocurre un atentado en las noticias nos cuentan todo sobre los asesinos, de dónde vienen, quiénes son sus padres, qué tipo de educación han tenido. Sabemos mucho sobre los terroristas, pero muy poco de las víctimas y sus familias” afirma el director. Efectivamente los asesinos en En pedazos son apenas profundizados y el relato se circunscribirá al dolor de una mujer que perdió lo más valioso de su vida y que debe afrontar el duelo para facilitar la aplicación de la justicia para los criminales. La película se divide en 3 fragmentos, el tercero mucho más breve que los precedentes. En el primero Katja sufre los prejuicios de la policía -dado el pasado criminal de la víctima- quienes conjeturan que Nuri mantenía vínculos con el narcotráfico y relacionan a la mafia turca. El hallazgo de drogas que adquirió Katja luego del siniestro para mitigar su dolor agrava esta sospecha. No solo es el apremio de la policía sino también el racismo pasivo de su propia madre que suscribe a las hipótesis del inspector. También sus suegros -turcos de pura cepa- la culparán de haberlos abandonado y no haber ejercido el rol maternal de proteger a su familia. Katja, sin motivo aparente, cree firmemente que fueron los nazis. La segunda parte, “La justicia”, se ciñe precisamente al proceso judicial una vez encontrado a los culpables. El tercer y último episodio transcurre en Grecia, ante la mirada del Mediterráneo, hacia donde acude Katja para paladear su venganza. Dado el componente personal que gana la película bajo el ala de Akin y las nobles intenciones de exponer un conflicto racial abominable En pedazos tiene todos los atributos para erigirse como un fuerte filme de denuncia, susceptible de sobrecoger al espectador ante una historia tan desgarradora. “Tuve un jefe que era nazi, de adolescente me enamoré de una chica alemana que no me quería porque era turco y a los 15 años unos skin-head me dieron una paliza en el metro” revela Akin sus experiencias sobre la discriminación racial. ¿Puede entonces objetársele cosas a la película? ¿Puede ser puesta en duda sin que por eso el emisor de esta crítica sea automáticamente ganado por la frivolidad de no juzgar el costado humano del discurso del filme y sí su forma o tratamiento? ¿Puede alguien compadecerse de las experiencias sufridas por ese sector social, suscribir ideológicamente a esa lucha contra el nazismo new age y sin embargo no infundir en halagos a la película? En pedazos es una película objetable desde todo punto de vista por el mero hecho que sus decisiones formales repercuten -y debilitan- el contenido representativo e ideológico de la trama. La alusión a estos hechos lamentables y la administración de la información para conformar un thriller de riesgo devenido en un drama judicial quedan dispersos ante la necesidad del realizador de querer decir todo lo que piensa en letras mayúsculas en cada plano. La lluvia más que simbolizar el estado de ánimo del personaje y la decadencia del mundo que la rodea es una literalización mundana que embarra cualquier atisbo poético o sensible de abordar la problemática. La recurrencia al primer plano -fotogénico- de Katja llorando y gimiendo son muestras débiles de querer sobreimprimir el estado decadente del Sistema en ella en lugar de esmerarse en ideas visuales que puedan corporizarlo de otra manera. Durante el pasaje en que se mencionan los síntomas físicos que sufrió su hijo en el momento de la explotación, el cineasta recurre a una lentilla partida (que sirve para poner en foco un elemento muy cercano a cámara con otro muy lejano, a lo Ciudadano Kane) para unificar innecesariamente a la oradora forense con la penosa Katja y verla padecer ante los crujientes detalles de la médica. El abogado rival, quien probablemente audicionó para hacer de jerarca de la Gestapo en La caída, es aun más perverso que los terroristas nazis. Akin acude a estos y otros recursos para suscitar el odio en el espectador; un odio tan homogéneo y unilateral que termina volviéndose vacío. Como sucede con The Square, Loveless, las películas de Von Trier, Lanthimos y en algunos casos Haneke la asunción del discurso de la película como una tesis que expone los males y crueldades del mundo contemporáneo -siempre desde una mirada altanera y autoindulgente- hunde al film a causa de un exceso de solemnidad, que fuerza a escindir a los personajes dentro del bando moral del Bien y del Mal. El Mal por supuesto triunfará porque el mundo es una peste en la que no hay esperanza de redención. Condicionada en este caso por la identificación cultural y política de su director y guionista En pedazos no llega a pertenecer de lleno al grupo del “cine de qualité misántropo” de los citados anteriormente, pero indudablemente la mirada uniforme del director vuelve a la película un alegato panfletario, sin el atrevimiento de incluir matices que le den mayor dinamismo a la crisis de valores que denuncia película. En En pedazos todo está señalado con un trazo grueso donde se vislumbran los hilos maniqueos de la enunciación. Por supuesto a los grandes festivales europeos, quienes suelen promocionarse como el paradigma del progresismo intelectual, En pedazos es una película que cae como anillo al dedo, porque al esforzarse en ser explícitamente incómoda no termina incomodando a nadie.