LA ÉPICA PIRATA O LA CARICATURA, ESA ES LA CUESTIÓN
“Los actores son ganado”. Hitchcock lo dijo y armó un escandalete en el mundillo cinematográfico, pero en realidad estaba hablando de su propio método de creación: la película ya estaba en la cabeza, por ende, los actores sólo debían poner su talento ante los requerimientos del director. De allí la famosa anécdota con James Stewart en La ventana indiscreta poniendo caras sin saber exactamente de qué iba la historia. Y Hitchcock tenía razón. Darle rienda suelta a los actores en el cine (salvo excepciones) genera estos bodrios como Las horas oscuras, una sucesión de cartones pintados para que sepamos cuán grande es Inglaterra. Gary Oldman (que es un gran actor) ganó y seguirá ganando premios por esta interpretación mimética de Churchill, ridícula, exagerada, cercana a la caricatura, más parecida a un video clip de David Lee Roth que a una actuación verosímil.
Ahora bien, despachada la cuestión actoral, ¿qué es lo que convierte a la película en un bodrio triunfalista? Primero, la pose qualité que adopta Wright con la cámara. Basta ver el principio para notar de qué modo se regodea en la exquisitez con un movimiento coreográfico y teatral que comienza en el parlamento y concluye en el sombrero de Winston bajo una iluminación de claroscuros. Luego, por supuesto, los discursos (a esta altura, lo menos interesante, a menos que uno busque documentales en Netflix y se empape de televisión, esa ducha adictiva contemporánea). Es decir, la excusa de un drama íntimo ya expresado en el título para contar un episodio de la historia a la inglesa, se desvanece con la grandilocuencia de una puesta en escena que exalta permanentemente la épica pirata.
Sin embargo, ¿qué es lo que salva a la película del desastre? En principio, un extraño contrapeso que se opone a la importancia del Primer Ministro ante las circunstancias, una solapada dosis de humor caricaturesco, como si hubiera una necesidad de ofrecer un cuadro grotesco de la figura de Churchill que genera rechazo en quienes lo rodean y se traslada a los espectadores. Sin ir más lejos, la presentación del personaje, inmediatamente posterior a la escena inicial, se hace a través del detalle de un grasiento plato de comida (un signo que se opone a la formalidad del sombrero) para luego ver emerger desde la cama a Churchill recién despierto, con un vaso de whisky y un puro, lanzando órdenes y ruidos guturales. Esa presencia es la del bufón, la del protagonista de una comedia, identificado con un modo de vestir y de moverse que lo aleja de la estatua de bronce. Este hombre, que “tiene más poder que el rey”, tal como indica uno de los personajes, es también un tipo desagradable al que los demás miran de reojo, “un actor que está encantado con el tono de su propia voz”, como afirma otro de los del entorno político y teatral que construye el director. “Un cerdo”, dice su mujer, y él lo asume sin inconvenientes, de la misma manera que adopta un carácter autoritario con raptos afectivos hacia su secretaria (¿la secretaria de Hitler?).
Por tal motivo, lo mejor es no tomarse demasiado en serio el didactismo en torno al triunfalismo y, en todo caso, perderse en esos lapsos de brutalidad expresiva; dejar a un lado la supuesta importancia de “la interpretación” de Oldman y reírse de lo grotesco de la situación.