A capa y espada
Este filme se concentra en uno de los momentos más oscuros de la humanidad, en la cabeza del hombre menos pensado en ese instante.
No es exactamente una biopic, como se supondría, nada sabemos de la historia del personaje, no hay una progresión vivida hasta llegar a héroe del personaje.
Todo es sobre una situación extraordinaria en un hombre para nada común. Como él mismo lo dice, nunca viajo en metro, todo se ciñe a sus devaneos intelectuales, la postura férrea a partir de su convencimiento sobre el monstruo a quien se enfrenta, resistir a su propio partido. La dualidad de oponerse al enemigo o acceder a proponerle un tratado de paz, tal como planteaba el destituido Chamberlain.
Toda la película dirigida por Joe Wright se basa en cuatro pilares, el guión adaptado de la novela escrita por Anthony McCarten, quien también cumplió las función de guionista, el mito del personaje, considerado el más importante de la historia de Gran Bretaña, la magnifica recreación de época, con la excelsa dirección de arte como estandarte, y las actuaciones.
Si bien toda la estructura es lineal, progresiva, no hay rupturas temporales de ningún tipo, sólo el devenir de los acontecimientos, el montaje le da la aceleración necesaria.
Todo puesto en función de recrear la angustia de esos tiempos, en una atmósfera agobiante, casi claustrofobia.
Si hay un especie de respiro se produce en las escenas de exteriores, donde la cámara toma el punto de vista del personaje, sentado en su vehiculo, viendo la vida de los otros, la gente común que nada sabe de la inminencia de la barbarie.
El director aprovecha, con buen criterio, a usar el ralentado de las imágenes con el propósito de establecer la pausa necesaria, el paréntesis que pautan las ideas en su concreción.
La mayor parte de las acciones se inscriben en la locuacidad del personaje, los diálogos hacen avanzar a la historia en una suerte de thriller, en el que la dirección de arte hace jugar su papel, pues las palabras siguen rebotando en esas paredes, casi como sentencias, hasta llegar la clímax en el discurso pronunciado por el primer ministro en el parlamento Británico.
Para que ello suceda de esta manera la planificación de la puesta en escena, la precisión de las posiciones de cámara, el encuadre justo son los soportes adecuados, conjuntamente con la banda de sonido que está, es de muy alto vuelo, pero queda inmersa a favor de la construcción del filme.
Claro que el punto más alto se registra en las actuaciones, empezando por el personaje de Elizabeth Layton (Lily James), la nueva secretaria que funciona como un espejo del espectador, ella asimismo se sorprende mientras descubre a la persona dentro del personaje, para luego ir, desde su mirada, sustituyéndolo por el mito
En segundo término, y casi desaprovechada por los pocos minutos en pantalla, Clemmie (Kristin Scott Thomas), la esposa que sabe como manejarlo, las pláticas con su marido se muestran cotidianas, coloquiales, geniales y contundentes.
Pero quien lleva todo el peso sobre sus espaldas y realiza un trabajo memorable es Gary Oldman en el personaje de Winston Churchill.
Mucho de la increíble interpretación se le puede endilgar al maquillaje. Pero esto mismo queda relegado a un segundo plano, tanto que con el correr de los minutos parece desaparecer, eso se debe a la composición de personaje que realiza el actor británico.
Su compromiso corporal, la movilidad que le imprime a ese cuerpo obeso, las gesticulaciones, la mirada, la voz ronca, hasta la forma de tener todo el tiempo un habano y/o un vaso de whisky en la mano, son indisolubles aptitudes histriónicas del actor.
Todo transcurre en 1940, desde que es nombrado primer ministro hasta las acciones que derivaron en el rescate de las tropas británicas, sitiadas por lo alemanes en las playas de Francia.
El mismo suceso que dio lugar a esa maravilla visual concretada por Christopher Nolan como lo fue “Dunkerque” (2017).
La actual casi podría inscribirse en uno de los capítulos del libro “Hombres en tiempos de oscuridad” (Editorial Gedisa), de Hannah Arendt.
(*) Realizada por Fritz Lang, en 1946.