A las películas biográficas británicas siempre se las puede tildar de teatrales, porque hay una tradición allí que obliga a eso. En cierto sentido, terminamos ponderando las actuaciones casi perfectas, y aquí eso ocurre con Gary Oldman como Winston Churchill. Pero el film de Joe Wright, quien ya ha dinamitado esa tradición teatral tanto con Orgullo y prejuicio o Expiación como, especialmente, con su versión de Anna Karenina. Aquí se trata, como el buen cine, de una historia sobre el poder. Churchill está en una encrucijada: aceptar o no un pacto con los nazis poco antes de la Segunda Guerra Mundial. Se ponen en juego conveniencias e ideales, ambición personal y altruismo político, y Wright logra que eso no solo se actúe sino que se vea, no se concentre solo en la performance de los intérpretes sino en la puesta en escena. Así, la película logra ese ideal de introducirnos como voyeurs en un mundo acabado, y al mismo tiempo de analizar los entresijos de la Historia. Hay una sutileza en ese contraste entre la puesta y el actor que enriquece la anécdota.