Los horrores de la guerra y sus huellas
La hipocresía mezclada con los horrores de la guerra, y el fantasma del comunismo, es un coctel difícil de digerir en el filme “Las inocentes” (o “Les inocentes” – “Agnus Dei”), de Anne Fontaine, franco-luxemburguesa con 16 títulos en su haber, entre los que se encuentran: “Natalie X” (2003), “Coco, antes que Chanel” (2009)“Dos madres perfectas” (2013), “Primavera en Normandía” (o “Gemma Bovery”, 2014).
La trama encara con tacto, pero con ciertas deficiencias narrativas, las múltiples aristas éticas y emocionales que suponen las atrocidades y el vandalismo de la guerra y que afectan directamente a un grupo de monjas. En su ambicioso planteamiento, la realización contiene ingredientes de suspenso, guerra, amor e inquietudes espirituales.
La historia se centra en el hecho real que protagonizó una joven médica francesa Mathilde Beaulieu (Lou De Laâge) durante la retirada de las tropas alemanas de Varsovia y la entrada de las rusas. Pero su denuncia es más profunda porque pone de relieve la doble moral de una dirigente de la iglesia católica, la abadesa del convento, que, por un lado, sostiene toda su creencia en el amor a Jesucristo y, por otro, no le tiembla la mano, ni la lengua con la cual predica mentiras, a la hora de deshacerse de seres indefensos.
“Las inocentes” es un filme para mujeres realizado por una mujer, en el cual se muestra un mundo oclusivo, limitado al perímetro de un convento, un hospital de la Cruz Roja, un salón de baile. Casi ningún espacio es abierto, salvo el bosque que rodea al convento y una pequeña plaza frente al centro asistencial.
La narración comienza con un cierto matiz de misterio. Una joven religiosa sale por una puerta secreta de un convento hacia un bosque nevado, con dificultad caminará hasta una población cercana para encontrar a un médico, que por supuesto debe ser mujer y no polaca o rusa. Tras una breve explicación sobre algo que al espectador le está vedado escuchar, lleva a la joven médica al convento. Allí ésta se enfrentará a la realidad de las monjas, una de ellas está en trabajo de parto y deberá asistirla. Pero además hay siete monjas más embarazadas por las hordas de soldados rusos que irrumpieron en Polonia. Miedo, rabia, resignación, pero sobre todo vergüenza, es lo que lleva a estas hermanas a callar su embarazo y mantener al convento en la más absoluta aislación.
Al igual que el público, la médica se sumerge en un mundo totalmente desconocido y trata de encontrar un modo de conexión y anclaje en él. Ella no habla polaco y sólo dos monjas hablan un poco francés, interpretadas por dos excelentes actrices: la abadesa (Agata Kulesza, “Ida”, 2013) y la hermana María (Agata Buzek, “Redención”, 2013).
La historia de la película se acredita a Philippe Maynial, el guión de Sabrina B. Karine y Alice Via, y al escritor-director Pascal Bonitzer, que también ayudó a adaptar, “Gemma Bovery”, se le atribuye la adaptación y diálogos. El hecho de que tantos han trabajado en el guión podría explicar porque el enfoque de la obra se percibe difuso. En realidad la revisión de la historia, aunque sea contemporánea, nunca es completa, porque siempre existen aristas que no se pueden o no se quieren mostrar. Por otra parte está la iglesia católica, sobre la que no es conveniente poner la lupa y tampoco es conveniente señalar con dedo acusador los malos procederes de ciertos religiosos o religiosas, aunque sean justificados por una guerra o la apropiación de territorios por parte de los comunistas.
El personaje de Samuel (Vincent Macaigne), el médico jefe del hospital francés, cuya familia murió en un campo de concentración, es el del primer hombre que atraviesa los muros del convento, además del cura párroco, pero también es el que genera alguna de las pocas situaciones relativamente cómicas del relato. Los hombres en ésta realización están desdibujados, ninguno presenta un rol definido y claro. Sólo sirven de apoyatura a determinadas acciones para que puedan sostenerse los personajes femeninos.
Una de las particularidades del filme es el tono de luces opacas y apasteladas que implementó en su fotografía Caroline Hetzel, que recuerda la estética de los pintores barrocos de la pintura Flamenca. Otra es la presentación de los personajes sobre los cuales el espectador siente que los observa a través del cristal de una pecera, porque no pueden escapar al destino. Están encerrados nadando en un mar de confusiones, cada uno transportando su propia cruz.
La música de Grégoire Hetzel, austera, seca, y casi como un lamento, es la llave que abre los caminos emocionales de cada personaje. Pero a la vez deja una sensación de sabor amargo sobre un momento dentro de la compleja historia del siglo XX.