Entre tanto dolor hay una esperanza
La Segunda Guerra Mundial ha terminado y las potencias se reparten Europa. Bajo el control de la Unión Soviética, Polonia espía un destino incierto. Es invierno y una monja marcha presurosa entre la nieve. Busca ayuda médica y encuentra a Mathilde Beaulieu, asistente de una unidad de la Cruz Roja francesa. La conduce al convento, donde una de las hermanas está a punto de dar a la luz. No es la única embarazada: las monjas fueron violadas por soldados rusos.
Basada en hechos reales, “Las inocentes” bucea en el dolor de una comunidad devastada sin pisar el palito de la condescendencia. No hay pompa ni héroes en la película de Anne Fontaine, sólo mujeres que transitan situaciones límite desde el silencio, el deber ser, lo poco o mucho de fe que puede quedarles. O, simplemente, desde la ilusión de vivir un día más.
Hay mucha belleza en “Las inocentes”. Los ojos de Mathilde se llenan de amor cuando va descubriendo la dinámica de la comunidad religiosa; sus cantos, sus juegos, sus confidencias. Y en el mismo plano conviven el horror de lo ocurrido y de lo que puede repetirse, porque los rusos están listos para irrumpir a cada momento en el convento. Y también los secretos, algunos terribles, adivinados en los ojos de hierro de la madre superiora. En ese mundo va penetrando Mathilde, una comunista francesa a la que nada parece unir con un grupo de monjas polacas. La relación que se forja termina siendo excepcional.
Prolífica, polémica, capaz de saltar del mundo de la prostitución (“Nathalie X”) a una biopic de Coco Chanel, Fontaine encontró el tono justo para contar la historia de “Las inocentes”. Desde lo visual su película es impecable. Los ambientes, marcados por ese terrible invierno de posguerra, son tan angustiantes como la risa de los huerfanitos que juegan sobre un ataúd. Las paredes del convento lucen tan desnudas como el bosque que lo rodea.
El desempeño actoral es formidable. Lou de Laâge construye su Mathilde desde una progresión emocional que se dibuja en la mirada. Apenas esboza algún contrapunto con Samuel (Vincent Macaigne), un médico judío con el que se permite el sexo, y con Maria (la notable Agata Buzek), la monja capaz de desafiar la autoridad y, al mismo tiempo, revelar su pasado.
Vale el reconocimiento para Cines del Solar. No es común el estreno en Tucumán de una película europea, por más premios internacionales que haya ganado. Hay cinematografías que parecen condenadas a fluir desde una pantalla hogareña, como si no hubiera un público ávido por disfrutarlas desde la platea, como en los buenos viejos tiempos.