En el inicio, un coro de monjas entona un canto litúrgico mientras se oyen unas notas discordantes, lejanas. Son lamentos, gritos de dolor. Una adolescente monja polaca atraviesa el campo nevado para solicitar ayuda en un campamento de la Cruz Roja francesa. Atareados con las múltiples heridas de los soldados galos, los médicos le niegan asistencia; mientras, la más joven del equipo, Mathilde (Lou de Laâge), se acerca a la ventana para fumar y descubre a la monja rezando en el frío del exterior, arrodillada en la nieve. Con una camioneta de la Cruz Roja, Mathilde se escapa del campamento y sigue las indicaciones de la chica. Al llegar a destino, sorteando la estricta vigilancia de la madre superiora (Agata Kulesza, del film Ida) descubrirá una hecatombe.
Es 1945 y la guerra ha terminado, pero en el trayecto a Berlín una horda de soldados rusos hizo una parada en un convento benedictino para saciar su apetito sexual con las monjas polacas. Más de una docena de monjas son asistidas por Mathilde para dar a luz, y los niños tendrán un destino incierto. Más allá de los escollos en las escapadas de la médica, confesa marxista y agnóstica, para cumplir con un deber humano, y del casi accidental affaire con un colega de la Cruz Roja, la potencia del film está en las imágenes: en las solitarias figuras que huyen del infierno por los páramos congelados de los raleados bosques, en la irremediable tristeza de los rostros de mujeres eslavas. Y sobre todo, en las imágenes de las monjas con sus criaturas, un increíble trabajo de reinvención a partir de las incontables representaciones renacentistas de la virgen con el niño. La película parte de un hecho real, registrado en las crónicas de la médica Madeleine Pauliac, y se interna en un relato tan bello como escalofriante. Casi una obra maestra.