Una terraza. Seis chicas tomando sol. Mates, costumbrismo, charla con amigas y un sueño que nace producto de la frustración. Eso es “Las Insoladas“.
Una historia que da la impresión de ser más adecuada para montarse como obra de teatro, que para filmarse como largometraje. El concepto inicial nació de un corto, experiencia que el director Gustavo Taretto repite de su obra anterior “Medianeras“. Pero a “Las Insoladas” le falta algo para rellenar esas dos horas de metraje, ni que hablar para convertirlas en una obra memorable.
Con demasiada introducción de personajas y poca definición en torno al nudo del argumento, da la impresión de que el climax de la historia siempre está por llegar pero nunca llega. No destaca por tener diálogos agudos, grandes momentos de humor ni desbordante originalidad. Todo lo que estas chicas están viviendo ya lo vivimos hace dos décadas, y todo lo que están conversando ya lo conversamos alguna vez con nuestros amigos, y no hay ninguna vuelta de tuerca que nos atrape la atención.
Entonces nos quedaría apelar a la nostalgia, ese caleidoscopio a través del cual todo tiempo pasado se ve mejor. Pero no llega a lograr ese efecto, ni transportarnos a esa época tan particular, excepto con unas pocas frases y momentos que no alcanzan a dar el efecto deseado. Todo se ve muy manufacturado, y en ningún momento perdemos la noción de estar viendo una película para sumergirnos en la historia. Y si de cine pasatista se trata, esa es justamente su función.
Sin embargo, no todos son desaciertos para “Las Insoladas“. Los personajes están muy bien logrados, y eso es un mérito tanto de las actrices como del guionista (el mismo dircetor), que asumió la difícil tarea de componer seis personajes femeninos, y salió casi airoso de ella. Si bien estas chicas no son mujeres muy complejas ni sofisticadas, vale el mérito de llevar la película entera sin una contraparte masculina. Al menos merece el reconocimiento a la osadía, en una industria donde rara vez se apuesta a esto.
Si de aciertos hablamos, el fuerte de este largometraje es -sin dudas- su estética. Los encuadres, los colores, los detalles en la composición de cada escena, las tomas de primerísimos primeros planos y hasta la elección de la terraza están tan cuidados, que compensan de a ratos la lentitud del guión. Todo esto condimentado con música caribeña y postales urbanas de Buenos Aires.
La pintura de época que pretende pintar queda incompleta, pero con un poco de buena voluntad podemos ubicarnos en los ’90 y aceptar el relato como una simpática anécdota pasajera de una década naif y despreocupada.