Sueños de un día de verano
Hay decepciones y decepciones. Están las que se producen cuando uno no espera demasiado y, efectivamente, nada ocurre (una suerte de confirmación de los malos presagios). Y están las que duelen, las que sobrevienen cuando se mantenían no pocas esperanzas. Este segundo tipo de desilusiones, de desencantos, me generó Las insoladas, una película que fui a ver con ganas porque tenía todo para ser una propuesta leve, simpática y disfrutable.
Le puse ganas, le puse mucha onda (Gustavo Taretto me parece un tipo con talento, Medianeras me había gustado y el elenco femenino que mixturaba estrellas de TV con actrices del cine indie y el teatro off prometía bastante), pero no pude entrar en el juego: no me pareció original, ni divertida, ni siquiera demasiado entretenida ¿Es una mala película? Para nada ¿Está mal producida? Tampoco. Simplemente, para mí no funciona como comedia eficaz, como exploración inteligente y desprejuiciada de los códigos de la amistad femenina ni como mirada sociológica a los efectos del penoso período menemista. Es un film que se queda casi siempre en el gesto, en el diálogo banal, en el costumbrismo ramplón, en un medio tono por momentos agradable, pero que no le permite crecer (ni tampoco, por suerte, caer en la catarsis colectiva, en el confesionario, en la bajada de línea, en la moraleja con mensaje incluido, cuando tenía todo para eso).
La película (con una muy cuidada fotografía de Leandro Martínez) arranca con una Buenos Aires nocturna que va amaneciendo (con la melodía de una versión instrumental y con aires latinos de la canción harrisoniana Here Comes the Sun de fondo). Estamos en el 30 de diciembre de 1995 y en una terraza, en pleno centro porteño y en medio de una ola de calor que superará los 40º, se irán reuniendo seis amigas que se preparan para participar en un concurso de salsa. Entre mates y churros, con un cassette TDK (rebobinado con birome, claro) sonando, estas adoradoras del sol se irán tostando mientras sueñan con un objetivo común: viajar a Cuba (con el dinero que no tienen y discuten cómo conseguir) y disfrutar así del verano eterno.
Los personajes tratan de cubrir el mayor espectro posible, pero en general resultan bastante estereotipados y superficiales: Vicky (Violeta Urtizberea) es una atractiva empleada a la que le ofrecen la oportunidad de ganar buena plata en películas porno; Kari (Elisa Carricajo) es la especialista en terapias alternativas y onda new age; Sol (Maricel Alvarez) se las sabe todas (o eso cree); Vale (Marina Bellati) vive angustiada por sus problemas con los hombres (se está divorciando y ya tiene un nuevo amante casado); Lala (Luisana Lopilato), recién llegada al núcleo, es bastante naïf, cholula y obsesionada con la vida extraterrestre; y Flor (Carla Peterson) es la líder del grupo. Una peluquera, una psicóloga, una empleada de un laboratorio fotográfico, una telefonista de una empresa de radiotaxis, una manicura y una promotora que serían algo así como exponentes que resumen la idiosincrasia de la clase media algo decadente, frustrada (o que aspira a más) de la consumista Buenos Aires de los años ’90.
A la película le sobran parlamentos (no siempre ocurrentes ni inspirados) y le falta fluidez. Las distintas escenas resultan demasiado armadas, calculadas y/o forzadas (el baile grupal con mímica parece un videoclip que podría extrapolarse) o demasiado cerca del cliché y del lugar común (se fuman un porro con música de… reggae, se apela a referencias de época bastante obvias con énfasis en la tecnología como la llegada del CD, el boom de los videoclubes y sus VHS, la aparición de los primeros celulares, etc.). Así, más allá de cierto encanto de algunos pasajes y de la innegable belleza (de las chicas y de las imágenes), Las insoladas resulta un triunfo del concepto y de la forma por sobre el contenido.