Seis mujeres atrapadas por un guión
La premisa de poner a un grupo de amigas bajo el sol impiadoso en una terraza termina naufragando por las imposiciones de una trama que se limita a reírse de ellas, estereotipándolas como una caricatura de la clase media menemista.
En los ’90, seis amigas se reúnen a tomar sol en una terraza porteña, un día de verano en el que la temperatura subirá hasta casi 40 grados. Esa es la idea básica de Las insoladas, y ésa es también la película: el opus 2 de Gustavo Taretto (realizador de Medianeras, 2011) es una de esas películas que no sólo son exactamente iguales a su guión, sino que además en este caso el guión no admite movimiento alguno en los personajes. Matices, claroscuros, cambios, sorpresas. Nada: Flor, Vicky, Sol, Lala, Valeria y Karina terminan igual que como empezaron. Con una única alteración: en el lapso que va de la mañana a última hora de la tarde de un 30 de diciembre, con una coda nocturna, el único exabrupto que se produce en ellas, en lo que les pasa, es que deciden ahorrar plata durante el próximo año, para que el verano siguiente no las pesque de nuevo en la terraza, sino en Cuba. La Cuba del paraíso menemista, claro. Una que es puro sol, playa, Caribe, mojitos y esos negrazos de ensueño.
No es que obligadamente los personajes y las situaciones de toda película tengan que sufrir modificaciones durante su transcurso. Buena parte de lo que se conoce como nuevo cine argentino está y estuvo hecha de abulia, desgano, inmovilidad vital. Lo que sí es de esperar es que eso que no pasa les pase a los personajes en el transcurso de la película. Y no que sean meras figuritas, mimando un guión. En Las insoladas todo viene dado de antes, nada pasa en la película que no esté previsto, que no se sienta preexistente. Desde la “personalidad” de cada una de las seis “amigas” hasta cada pequeño detalle de vestuario, maquillaje o atrezzo. Las comillas tienen su razón de ser. Sobre todo, en el segundo caso: pequeñas envidias, apartes envenenados y comentarios maliciosos abundan entre estas chicas, cada una ocupando el lugar que el guión le asigna.
Abriendo y cerrando con sendas versiones de “Here Comes The Sun”, de The Beatles, arregladas por el talentoso Gabriel Chwojnik (músico de cabecera de Mariano Llinás), está la que trabaja como promotora en eventos (el personaje de Carla Peterson), la estudiante de Psicología capaz de conciliar a Lacan con los extraterrestres (Elisa Carricajo, miembro de la troupe estable de Matías Piñeiro), la empleada de una casa de fotografía (la venenosa Maricel Alvarez), la manicura y peluquera (Luisana Lopilato), la telefonista en una empresa de radiotaxis (Marina Bellati, muy popular por sus zafados secundarios en tiras de televisión) y la chica a la que le ofrecieron trabajo como actriz porno (Violeta Urtizberea). ¿Qué comparten las seis? Son miembros de un grupo de salsa amateur y esa noche tienen una presentación para la cual en algún momento ensayarán.
Si alguien tiene alguna duda de que el grupo está pensado como representación de “la clase media menemista”, bastará con chequear sus lecturas (las revistas Gente, Para Ti, Muy Interesante) o escuchar sus comentarios (“¿El Che era argentino?”, “¿En Taiwan hay palmeras?”, “El calor es comunista, el frío capitalista”, “A mí, todo lo que tiene que ver con la cabeza me da miedo”) para verificarlo. De verificar se trata: el guión de Taretto y Gabriela García estigmatiza a los personajes, las iguala en su descerebre y apunta, a partir de ello, a las risas del público. Reírse de ellas, y no con ellas: la idea es presenciar el grado de boludización que representó el menemismo, constatando con alivio, por elevación y comparación, todo lo que ha avanzado la sociedad argentina en ese punto.
La tipificación se completa, claro, con referencias y objetos propios de la época: los videoclubes son un gran negocio, los casetes todavía existen, se usan sandalias con tacón, se juega con esos resortitos plásticos extensibles y con esas pelotitas musicales que abundaban en las casas de chinoiseries. Estupendamente fotografiada por Leandro Martínez, que hace sentir el sol mediante la saturación de color, todo termina reduciéndose, como en una obra de teatro, a contemplar las actuaciones. Las hay más o menos teatrales y más o menos televisivas, con un caso en el que, por razones de espontaneidad, vividez, presencia y soltura, puede hablarse sin rubores de “actuación cinematográfica”. Se trata de Luisana Lopilato, que ya mostraba todas esas virtudes en Casados con hijos y aquí logra el milagro individual de que su personaje no se sienta como un tipo o una macchietta, sino como una chica que vive y respira en cámara. Puro mérito de ella: dentro de este esquema de hierro, el guión no le da más aire que a sus cinco compañeras de rubro.