Dorado verano en los noventa
Seis chicas de entre 20 y 30 años, de clase media media, sin demasiado para destacar, salvo que son amigas, que les gusta tomar sol, que quieren estar espléndidas para la final de un concurso de salsa en el que participan como equipo y que sospechan, no sin cierta razón, que se quedaron afuera de la fiesta de consumo, frivolidad y del fin de la historia que se imponía allá por los noventa.
Ubicada en un asfixiante 30 de diciembre de mediados de la década menemista, Las insoladas, segunda película de Gustavo Taretto partió de un corto de 2002 al igual que su ópera prima, Medianeras, que primero tuvo una versión breve y multipremiada en 2004.
Las protagonistas que van llegando a la terraza de un edificio céntrico, un espacio para desgranar sus penas y la falta de horizontes, solo parecen tener en común el desánimo y la posibilidad de compartir unas horas en ese lugar deslumbrante de membranas aislantes para el techo, un lugar que significa una pausa a sus problemas y en donde incluso se permiten soñar. Porque mientras que se suceden las historias de amores truncos, trabajos grises y falta de dinero –las seis serían algo así como las distintas facetas de una clase media tilinga, aspiracional y claramente golpeada por la crisis que parece no tener fin y que sabemos, en los próximos años iba a empeorar–, las chicas comienzan a planear un viaje a Cuba, la metáfora del escape para amplios sectores argentinos en ese entonces.
Si en Medianeras el corto original daba paso a un largometraje con unos cuantos aciertos en cuanto al humor y su mirada punzante sobre las imposibilidad de las relaciones para construir un simpático artefacto pop, en Las insoladas la misma operación fracasa al querer construir una historia sólo a golpes de efecto y de viñetas ingeniosas sobre el universo femenino que tiene como telón de fondo una época egoísta y aparentemente sin futuro, dando como resultado una puesta desflecada, donde cada personaje suma irritación a un relato que nunca alcanza a ser fluido.