Un padre que no cree en el presente y una hija que sueña con otro futuro
Familia de apicultores que vive muy precariamente en la zona rural de la provincia de Umbría. Padre mandón, esposa silenciada, hijas sometidas. Gelsomina tiene 12 años es la mayor y la mano derecha de ese jefe de hogar que se enmascara para alternar con sus abejas y con sus hijas. Sometimiento, admiración y hartazgo confluyen en ese cuerpo que va madurando como su alma. Gelsomina es una niña pronta a dejar de serlo que encontrará un mundo de sorpresa e iniciación en ese chico recién llegado, un semi refugiado que completa el rostro de la Europa sospechadora de estos días.
Abordaje agridulce de una familia de rasgos primitivos, aferrados tercamente a su tierra por un padre exigente y atrasado que no deja espacio ni para la familia mujer ni para el futuro. Las mantiene lejos del mundo, sin maltratarlas pero sin esperanza, cuidándolas y exigiéndoles, como si formaran otro panal. Y las abejas, prisioneras sin fin de su puro revolotear, operan como contrafiguras y espejos de un medio que le enseñará a Gelsomina a levantar vuelo lejos de casa.
Film reposado que quiere ser poético y le cuesta. Pinta bien a esa familia, aunque se torna pesado y forzado en su parte final, cuando la directora se apura en darle algo de magia y colorido a una historia que no sabe cómo terminar. Las Maravillas es una de esas películas cuya desnudez y austeridad tratan de imponer respeto. No es intensa ni conmovedora, pero es respetuosa al retratar el despertar de una hija que puede ser el despertar de la familia, una nena que se hace adolescente y descubre en lo artificial –un programa de TV (escena larga y desafortunada)- el mundo que espera afuera, menos previsible y repetido que el de las abejas y sus apicultores. Gelsomina siente que el silbido de ese recién llegado puede ser su despertador. Y será al fin una falsa hada la que, al quitarse la peluca, le mostrará el rostro de una vida real que la espera con otras mieles y otros aguijones.