Federico Fellini solía mostrarse fastidioso cuando lo interrogaban acerca de sus creencias religiosas. Decía que el catolicismo era una parte constitutiva de su ser en el mundo, algo que preexistía al nacimiento de todos los italianos, más allá de las críticas que él pudiera formular desde su obra. “No puedo huir de esa bolsa amniótica que es el catolicismo. ¿Cómo se hace para decir que uno no es católico, cómo puede uno liberarse de una visión de las cosas que dura desde hace dos mil años?”, respondió una vez Fellini cuando le preguntaron si creía en Dios. La cuestión de Dios escapaba a su control. Lo excedía, así como a nosotros nos excede el cine. La lisa y llana devoción por las películas. Crecimos con el cine, aprendimos de él y continuamente reclamamos su cobijo. Los más fieles sabemos que no podríamos soportar lo cotidiano si no tuviéramos siempre a mano la chance de salir corriendo para sumarnos a la ronda eterna del final de Ocho y medio. Y aunque veneramos a muchos cineastas-dioses, si en este preciso instante tuviera que quedarme con uno solo, pues no sería muy difícil elegir.
Por algunas de estas zonas un tanto aleatorias me llevó Le meraviglie. ¿Cómo narrar de forma novedosa las historias que la pantalla ya contó muchas veces? Alice Rohrwacher es italiana, es hija del cine y decidió hacer películas bajo nubes posmodernas. ¿Cuántos relatos de iniciación podemos resistir? ¿Cómo volver sobre la propia infancia sin pensar en los niños visionarios de Fellini? ¿Y cómo poner de personaje a un padre apicultor sin que todo se tiña de El espíritu de la colmena, quizás el film coming of age por excelencia? No hay salida, parecería sugerir Rohrwacher , pues todos nos mecemos en el mismo líquido cinéfilo, el mismo cuenco de imágenes, influjos y repiqueteos. Mejor asumirlo desde el vamos, entonces: hagamos que la protagonista se llame Gelsomina y listo, pasemos a otra cosa, a ver si en el camino se produce el milagro de lo auténtico. Le meraviglie lo intenta. Y lo consigue.
Heredera de aquel neorrealismo "surrealizante" que tan bien supo bordar el creador de La strada, Le meraviglie es una película refulgente y vitalista por donde se la mire, con una actriz adolescente formidable (Maria Alexandra Lungu) capaz de guardar mil sorpresas detrás de cada nuevo parpadeo. Gelsomina tiene un papá hippie (o algo similar) que se llevó a su familia a una casa cerca del mar para moldear un hábitat supuestamente menos contaminado por las convenciones modernas. Pero esto no implica que en la comunidad la libertad esté garantizada. La familia se dedica a la producción de miel, y es Gelsomina quien se encarga tanto de la recolección de los panales como del trabajo en la fábrica, acatando las normas rígidamente impuestas por el padre. Sin embargo, ella no se queja. Actúa. Lo suyo es puro exceso de vida, puras ganas testarudas, desbordadas, derramadas. Y así como a la pequeña Ana, en el film de Víctor Erice, se le abría el universo entero cuando descubría el cine, en Le meraviglie Gelsomina entrena su magia motivada por un concurso televisivo, un reality rústico y bastante kitsch en el que ella logra exponer lo que sabe hacer. Su obra. Y eso es lo único que importa. No se trata de rechazar lo masivo por simple pánico o capricho, como pretende el padre (¿hippie?), sino de preguntarnos cómo filtramos y traducimos todos esos estímulos diversos y contradictorios que el mundo nos regala.
Estamos hechos de cine, sí, y de televisión también. Estamos colmados de imágenes fabricadas. Pero no hay nada que pueda reemplazar al valor de la experiencia directa en un momento trascendental (y acá hablo de la vida, no de la ficción): eso es lo que esta película viene a celebrar. Lo maravilloso del trabajo de Rohrwacher se manifiesta especialmente en una de las últimas secuencias, cuando la protagonista se lanza al mar, sola, para buscar al muchachito alemán que huyó de la comunidad. Cuando llega a la cueva en donde él se escondía, ambos se ponen a saltar, o a bailar quizás. Nosotros apenas los vemos, porque el encuadre nos deja marcadamente afuera de ese encuentro fundacional y sólo alcanzamos a atisbar pedacitos de sus cuerpos, fugaces resplandores, sombras en la pared. Es una imagen que no está. Porque es una imagen única, irrepetible, inalienable. Le pertenece a Gelsomina y nadie más, de la misma forma en que sólo Ana Torrent podía saber qué veía cuando cerraba los ojos en el final de El espíritu de la colmena. “Lo que debería realmente interesarnos -alertaba Fellini- es cómo hacen algunas personas para conseguir salvar su individualidad”. Con sutileza y absoluta humildad, Le meraviglie nos recuerda una vez más que la única salvación posible radica en aprender a imaginar.
Las dos citas de Fellini pertenecen respectivamente a los libros Yo, Fellini y Hacer una película (Ed. Perfil Libros).