Tras el éxito de La grande bellezza, de Paolo Sorrentino (ganadora del Oscar al mejor film extranjero, entre otros galardones), todo el mundo ha vuelto a hablar de un cine italiano en pleno renacimiento. El premio a Las maravillas en Cannes pareciera confirmar ese dicho: algo está pasando en el cine de ese país. Por un lado, es cierto. Pero, por otro, nada más distinto que estas dos películas en sus propuestas estéticas y narrativas. Tan distinta, digamos, que tranquilamente podríamos llamarla “la piccola bellezza”.
Segunda película de Rohrwacher tras la muy buena Corpo celeste, Las maravillas se centra también en la vida cotidiana de una familia muy poco común, integrada por un padre de origen alemán, una madre, cuatro hermanas y una “tía” que viven juntos en una zona campestre y se dedican a la apicultura. Pero no es eso lo que los vuelve “poco comunes” sino su estilo de vida: el padre es un hombre severo y a la vez muy radical en su concepción de la unidad productiva familiar como algo alejado del sistema, por lo que mezcla una obsesión por la perfección en su trabajo con una forma muy sui generis de educar a sus hijas y de vivir, casi como en una comunidad hippie. La madre no parece poder hacerle frente y la hija mayor –verdadera protagonista de la historia– es la que debe lidiar con el conflicto de satisfacer los deseos de su padre pero tratar de cumplir con los suyos, que no son siempre los mismos.
La película va acumulando situaciones potencialmente conflictivas pero no tiene un eje narrativo específico más que la tensión persistente entre el obsesivo padre y la nerviosa hija, que empieza a distanciarse de él. El no acepta errores en la recolección de miel ni quiere saber nada con participar en un concurso de televisión con el que sueñan sus niñas, mientras que la chica quiere satisfacerlo pero, ya casi adolescente, no está dispuesta a sacrificar todo para hacerlo. Si hay un eje en el film, este es la falta de dinero y lo que los personajes están dispuestos o no a hacer para obtenerlo.
Rohrwacher logra introducir a los espectadores en ese pequeño universo de una manera impresionista. Su especialidad son las pequeñas escenas y conflictos cotidianos que van conformando un universo, en un estilo que hace recordar al cine de la argentina Celina Murga, aunque el estilo de vida está más cerca de aquel de las películas de Rainer Frimmel y Tizza Covi (La Pivellina). Discusiones sobre el uso del baño, niñas bailando éxitos radiales, el padre persiguiendo a cazadores desnudo en el campo, la aparición de un bizarro programa de televisión (con Mónica Bellucci con una peluca blanca como conductora) que viene a filmar en la zona. Son elementos que van creando un mundo cinematográfico personal, alejado de todo lo conocido, pero cuyos conflictos se parecen a los de toda familia.
Gran observadora del mundo femenino, especialmente el adolescente–probablemente eso ayudó a recibir el premio del jurado presidido por Jane Campion, que supo meterse en mundos similares en sus inicios–, Rohrwacher se aleja y mucho del modelo de su compatriota Paolo Sorrentino quien, si bien también suele relatar en un estilo de viñetas y escenas sueltas, tiende a construir gigantografías de cada cosa que filma, transformándolas en imperiales. Alice es subterránea, de bajo perfil, crea su universo y lo echa a andar. De a poco, capa sobre capa, nos hace partícipes de sus conflictos y nos convierte en miembros de su grupo familiar.