Elecciones de vida.
Entre los muchos logros de esta agridulce comedia italiana está el de retratar de un modo extraordinario el paso del mundo de la infancia al de la adolescencia de su protagonista.
Con su base narrativa montada sobre un realismo que no elude la variante mágica, pero con mucha simpatía por la farsa, la comedia y el melodrama, Las maravillas de Alice Rohrwacher hunde sus raíces de plano en algunas de las tradiciones más reconocibles de la rica y vasta historia del cine italiano. Presentada el año pasado en el marco del Bafici, su relato arranca con la familia de Gelsomina, una chica que atraviesa el último verano de su niñez, que es también el primero de su adolescencia, que no son la misma cosa. Habitantes de una zona rural en la provincia de Umbría, corazón geográfico de Italia, no hay muchas diferencias formales entre el modo en que vive esta familia y cómo lo hacían los personajes de Feos, sucios y malos (Ettore Scola,1976): amontonados en una casa que es más ruina que otra cosa y al margen de la sociedad. Aunque es cierto que pueden ser un poco sucios (pero una suciedad que tiene más de hippismo que de miseria), la diferencia es que en la familia de Gelsomina están muy lejos de ser feos y, mucho menos, malvados. Más bien lo opuesto. Y que su marginalidad es, ante todo, voluntaria, una elección de vida.
Afincada en una tierra que alguna vez fue la de los míticos etruscos, aquel pueblo que habitó la península algunos siglos antes de que los romanos comenzaran a apropiársela, la familia de Gelsomina se dedica a la apicultura y la producción artesanal de miel. El grupo lo completan su madre, sus tres hermanitas, Cocó, una amiga de la madre, quienes viven de manera casi ascética a instancias sobre todo de Wolfgang, padre cascarrabias que está en contra de casi todo contacto con las estructuras sociales y que cree fervientemente en que no falta mucho para el fin del mundo. Criadas en ese universo de una libertad que lo es sólo en apariencia, Gelsomina y sus hermanas casi no conocen como es la vida lejos de esa casa destartalada, del trabajo en los colmenares, de los juegos en las playas del lago o del pueblito vecino. Viven ahí, sometidas a esa excéntrica reclusión al aire libre que les impone el pater familias, casi como en la prehistoria.
Así, como prehistoria, define esa vida rural Milly Catena, una conductora de televisión que llega con todo su equipo para grabar una especie de reality show en el que las familias de aquella región, una de las más agrestes de Italia, competirán entre sí disfrazadas de etruscos. La cosa tiene su gracia, porque es muy poco lo que se sabe de este pueblo antiguo, de cual han quedado muy pocos rastros históricos. Para estas cuatro chicas que apenas conocen el mundo, encontrarse por sorpresa con el rodaje fellinesco de los avances publicitarios del programa y con la exuberante Catena disfrazada de algo así como una diosa etrusca, resulta una forma tan maravillosa como violenta de empezar a conocer qué hay más allá de su aislamiento. Tan seducida queda Gelsomina con la figura de Catena (interpretada por la eficiente y bella Monica Bellucci) y con la posibilidad de ganar ese concurso que le permitiría a su familia aspirar a una vida mejor, que hasta llega a enfrentarse a Wolfgang e incluso a desobedecerlo, impulsada por el deseo. Rohrwacher consigue entrelazar con delicadeza las diferentes instancias que conviven en Gelsomina, desde la relación de amor-odio con su hermana menor a la lealtad con su madre y de la devoción por un padre para quien ella es la niña de sus ojos, a la inocente traición a la que la empuja el propio espíritu de su incipientemente pubertad. Entre sus mayores logros está el de retratar de un modo extraordinario ese mundo de infancia en disolución, con los lenguajes privados compartidos entre hermanas y sus fantasías iniciáticas, al que los colores y las texturas estivales parecen destacar todavía más. Desde ahí, la directora y guionista compone una fábula acerca del crecimiento de gran potencia dramática y exquisita gracia narrativa.