¿Cómo pensar la sexualidad y el deseo en un complejo habitacional en un barrio popular de Corrientes? Afortunadamente hay una directora con un poder de observación que intenta responder a ello y escapa a los formulismos de las típicas historias de amor adolescente o angustias urbanas. Las mil y una (tal el nombre de los Monoblocks) es un espacio laberíntico por el que transitan jóvenes por sus pasillos, por sus recovecos. Entre ellos Iris, una chica amante del básquet, que vive con sus dos hermanos y su madre. Hay un padre, pero solo se escucha. No se lo ve. El interior de la casa bien podría ser extraído de algún texto de Manuel Puig. Los tres hermanos son unidos, se protegen frecuentemente en abrazos de contención, una barrera que arman para cuidarse y para compartir sus aventuras y sus búsquedas sexuales. Alejandro y Darío, de personalidades diferentes, transitan sus experiencias homoeróticas en el barrio. Iris está en eso, en la etapa de descubrirlas, sobre todo cuando aparece Renata, una chica que se mueve como pez en el agua y con la que iniciará un vínculo.
Casi con un registro netamente documental y con varios planos secuencia, Navas da forma a una estructura coral donde lo importante no es un conflicto central sino las historias que atraviesan a los personajes, los rituales, los encuentros y el sabor del sexo clandestino que, cuando no es festivo, se ve envuelto en la violencia inevitable (ya sea por parte de la policía como de los vecinos). La cámara sigue a Iris y Renata en sus caminatas, escucha sus conversaciones y se detiene fundamentalmente en los gestos. Hay que decir que la actuación de Sofía Cabrera (jugadora en la vida real) es extraordinaria, un verdadero hallazgo. La manera en que sus manos hablan, la forma en que su rostro dice, le otorga a cada intervención un rasgo diferencial, una fotogenia absoluta.
Y en esa captación de un ámbito desde el mismo riñón, la mirada se nota involucrada y lejos de observar con la curiosidad de quienes no parecen entender qué significa vivir en esos espacios. Al mismo tiempo, cada segmento del todo cobra autonomía. Allí están los bailes de Darío, las intervenciones de la madre, los encuentros entre amigas travestis, los cuadernos de Rodrigo, las fiestas sexuales en medio de la noche (sea en la Traumática o en los rincones cuyo telón de fondo es una pared que reza “Jesús te salva”) o el modo en que Iris y Renata se (re)encuentran en un colectivo y que fluye como si de una canción se tratara. Iris “el ángel del barrio” y Renata “la chica de la que todos dicen tiene HIV” serán el pilar en este mundo de vuelos nocturnos, de tensiones sexuales, pero también sociales, donde se juega al básquet en una canchita al mismo tiempo que se escuchan tiros por ahí. Lejos de mostrar esto con el tremendismo televisivo, Navas se concentra en las chicas, en cómo Iris encuentra en Renata un misterio y una especie de Virgilio para que la guíe por el Infierno y el Purgatorio. El Paraíso no se encuentra en los Monoblocks. Y también en cómo Renata busca ese rincón para tener sexo con Iris.
Mientras esto sucede, la calle alberga ruidos, colores, la inquietud de la noche, la incertidumbre de las miradas y la desprotección. Frente a ello la mejor alternativa para una cineasta comprometida es ofrecer refugio con imágenes justas y necesarias para abrir nuevas puertas en la representación de la pobreza y de la sexualidad.
Por Guillermo Colantonio
@guillermocolant