La aventura de vivir
Las olas es una comedia uruguaya que no se parece a nada, un OVNI cinematográfico que logra momentos de belleza únicos.
Adrián Biniez nació en Remedios de Escalada pero vive hace varios años en Montevideo y allí construyó su carrera cinematográfica, que empezó en 2006 cuando ganó el primer premio del Bafici por su corto 8 horas. Tres años después abrió el mismo festival con su ópera prima Gigante. Tanto 8 horas como Gigante contaban la vida cotidiana de un trabajador condenado a la monotonía de la repetición como un Sísifo moderno.
Su segunda película, El 5 de Talleres, fue un paso adelante: un poco más ambiciosa y a la vez más amable, también ponía la lupa en la vida de un trabajador, aunque en este caso se trataba de un futbolista del ascenso. Con más humor y costumbrismo, parecía que Biniez había encontrado una veta si se quiere más convencional y clásica aunque sin dejar de lado el tono indie.
Pero Las olas no tiene nada que ver con todo esto. Es su película más uruguaya, si entendemos por uruguayo a ese humor absurdo y melancólico de películas como 25 watts y sobre todo Whisky, ambas de Juan Pablo Rebella y Pablo Stoll (con quienes comparte productor y protagonista). Pero además, la película está totalmente alejada del costumbrismo, del mundo del trabajo y de la vida urbana cotidiana de su protagonista.
En el prólogo, ese alejamiento parece ser consciente. La cámara de Biniez muestra una Montevideo movediza, repleta de personas que están en plena actividad, cadetes, hombres con maletines, mujeres vestidas de oficina. Pero de a poco, va apareciendo nuestro protagonista, Alfonso (Alfonso Tort), que se acerca al río y se tira de cabeza. Entonces empiezan los títulos, una secuencia de animación en la que se lo ve nadando por el Río de la Plata. Y después, Alfonso emerge del mar, con otro traje de baño, en una playa desierta.
Quizás sea su imaginación, un viaje fantástico, un pase de magia de Biniez o una combinación de todo, poco importa. Lo que propone Las olas es que Alfonso se asome a distintos episodios de su vida transcurridos en esa playa alejada –la niñez con sus padres, la adolescencia con sus amigos, la juventud con algunas novias– no para armar un rompecabezas, porque en casi ninguno de los episodios sucede nada demasiado determinante, sino para pintar viñetas de una vida sin demasiadas características destacables: una vida que puede ser la de todos nosotros.
Cada segmento tiene el título de una novela de aventuras del siglo XIX de Julio Verne, Emilio Salgari o Robert Louis Stevenson y el ambiente de playa, mar y selva contrasta con el tono de humor deadpan uruguayo; a su vez, que sea siempre el mismo actor quien interpreta las diferentes edades del personaje contribuye a la extrañeza general.
El resultado es una comedia melancólica que no se asemeja a nada, un OVNI cinematográfico que logra momentos de belleza únicos pero que a la vez no parece tener más ambición que la arbitrariedad lúdica. Y si lo pensamos bien, quizás precisamente esa sea la mayor de sus virtudes.