Una vida de película
Una vez más, agradecemos a las distribuidoras independientes su compromiso y valentía para estrenar esa clase de películas tan poco convencionales como excelentes. La directora belga Agnès Varda tampoco se ajusta a la imagen tradicional de una mujer de 80 años. Con plena vitalidad y lucidez, realizó una autobiografía muy particular, con la creatividad y espíritu de aventura con los cuales siempre desarrolló su cine. Varda dice que si algún paisaje o geografía la representa, elige las playas para hablar de sí misma: el mar como memoria, evocador del origen y de la vida, que siempre recomienza. Ella se involucra directamente en ese viaje al pasado, recreando situaciones de su historia a lo largo de casi una centuria.
Las playas de Agnès son las playas del norte de Bélgica donde transcurrió su infancia, las del Mediterráneo en Sète donde filmó su primera película, La pointe courte, y las de California donde vivió unos años con el amor de su vida, su marido y colega Jacques Demy.
Varda nos propone entrar en una “reverie”, una situación imaginaria y de ensueño, en la cual ficcionaliza situaciones y escenas de su vida, combinándolas con rescates de imágenes de sus films, fotografías, escenas en la actualidad, a veces con la compañía de Jane Birkin. Evocar su vida implica recorrer la historia de la cultura europea a lo largo del siglo XX. Desde las clases de Gaston Bachelard, sus inicios como fotógrafa y su admirado recuerdo de Jean Vilar, pasando por su participación en la Nouvelle Vague junto a Alain Resnais, que ofició de montajista en su primer film, a Jean-Luc Godard, bajo cuyo influjo realizó Cléo de 5 a 7, o junto a Demy, cuyas películas también son evocadas. Es curioso ver actores famosos en su juventud, como Philippe Noiret en su debut, o un jovencísimo y ya iracundo Gérard Depardieu, o a la bellísima Catherine Deneuve.
La directora desborda aún hoy una notable energía cuando evoca sus luchas por los principios feministas y pacifistas, cuando recorre las playas cuajadas de espejos duplicadores de la imagen, cuando muestra el amor por su familia y por sus películas. La melancolía también está siempre presente, ya porque casi todos sus evocados han muerto -y muy notablemente, se siente el peso de la ausencia de Demy, en 1990-, ya por el caracter testamentario del relato.
En sus extraordinarios films-ensayo Los espigadores y la espigadora, y Cinévardaphoto, Varda ya se había valido de la primera persona en el documental, de los deslizamientos entre realidad y ficción y de los cruces temporales como recursos que aquí explora al extremo, construyendo su bricolage -o puzzle, como dice ella- sobre las formas de la memoria. Y se vale para hacerlo de las muchas posibilidades que brinda el cine. El surrealismo sobrevuela el film, tanto en la recreación de escenas -s muy graciosa la oficina de producción que monta en las calles de Montmartre como si fuera una playa- como en la puesta en escena de los amantes de Magritte o la recreación de los gatos de Chris Marker. En fin, se trata de un recorrido riquísimo donde nunca falta el humor, con un ventarrón de vitalidad de parte de una veterana que todavía tiene mucho para decir.