Autorretrato en invierno
Que Varda pueda contar su vida de la manera más natural, sin presumir de nada, apelando a extractos de sus propios films de ficción como documentos familiares, es lo que hace de Les plages d’Agnès una obra tan original como entretenida y emocionante.
¿Cómo hacer un autorretrato en cine? La historia de la pintura es pródiga en obras maestras en las que el artista se refleja a sí mismo, como objeto de su propia curiosidad, o quizá para dejar constancia del inclemente paso del tiempo. Por su propia naturaleza, que tiende antes a la narración que a la reflexión, el cine nunca le prestó demasiada atención a esta posibilidad, salvo un par de grandes nombres, como Federico Fellini, que en 8 y ½ (1963) se animó a comparar a su set de filmación con una excéntrica carpa de circo, plagada de extraños ejemplares, empezando por el propio maestro de ceremonias. Siguiendo su estilo, mucho más sobrio y reconcentrado, Jean-Luc Godard hizo JLG/JLG-autoportrait de décembre (1995), donde se preguntaba por el grado de viabilidad del autorretrato en el cine y la relación de su medio de expresión con otras disciplinas de la historia del arte, particularmente la pintura. Y ahora, con la libertad que siempre tuvo pero potenciada por el desprejuicio que le dan sus 80 años, Agnès Varda, considerada “la abuela de la nouvelle vague”, propone Las playas de Agnès, un repaso muy subjetivo de su vida y de su obra, que es sin duda enorme y apasionante, en los más diversos campos.
Concebido a partir de la idea del autorretrato pero sin un guión previo demasiado estricto, con ese estilo derivativo que hizo de Les Glaneurs et la glaneuse (2000) una obra maestra, Varda arranca lo que ella llama su reverie, su ensueño, su fantasía, desde las playas de su infancia, en la costa belga, donde puebla la arena de espejos y recuerdos, como si fuera una instalación. Lo hace con humor y con gracia –toda la película tiene este tono bien humorado–, aprovecha para presentar a su muy joven equipo en cámara, pero ella misma se da cuenta de que aunque los nombres de esos balnearios son música para sus oídos, nada va a encontrar allí salvo su punto de partida. Y no tarda en partir hacia otros rumbos, otras playas.
Caminando como un cangrejo, de espaldas, como si fuera el pasado el que acude a ella, Varda recuerda a su padre de origen griego y a su madre francesa, el éxodo ante la ocupación alemana durante la Segunda Guerra Mundial y el refugio en un pequeño puerto pesquero francés del Mediterráneo, Sète, donde la familia vivió en un pequeño bote amarrado al muelle. Allí, Varda filmaría en 1954 su primer largo, el extraordinario La Pointe-Courte, un film de referencia para las nuevas generaciones de entonces, rodado casi sin recursos y con una gran libertad estructural, en la que se permitía confundir la ficción con el documental.
Pero como la misma Varda va recapitulando –a la manera de una abuela dicharachera y excéntrica que les cuenta a sus nietos anécdotas y personajes de su vida–, la joven egresada de la Escuela de Fotografía de París ya había sido convocada en 1947 por el gran Jean Vilar, fundador del mítico Théâtre National Populaire (TNP), para registrar a su vez la experiencia del Festival de Avignon, con los más grandes actores de la escena de entonces: Gérard Philipe, Germaine Montero, María Casares... Sin abandonar nunca su pasión por la fotografía y el teatro, Varda encontraría, sin embargo, su verdadero hogar en el cine, cuando gracias a una gestión de Jean-Luc Godard (a quien ahora en su autorretrato ella agradece, con una extraña foto en la que se le ven sus ojos tímidos, quizá por primera vez sin sus eternos anteojos oscuros) pudo filmar Cleo de 5 a 7 (1962), apenas después de que Jacques Demy, el gran amor de su vida, se iniciara con la célebre Lola (1961).
Pero Varda no estuvo solamente en los cimientos de la nouvelle vague, sino también –como fotógrafa– en 1957 en la China maoísta, en 1962 en el apogeo de la Revolución Cubana, en el despertar del hippismo en California (cuando acompañó a Jacques Demy a su aventura hollywoodense) y en las luchas más duras del feminismo de Francia, enfrentándose incluso con la Iglesia y la policía por el derecho de la mujer a decidir sobre su propio cuerpo. Mientras, no dejaba de filmar y de hacerse amigos: Jim Morrison de un lado del Atlántico y Jane Birkin y Serge Gainsbourg del otro. Que Varda pueda contar todas estas historias de la manera más natural, sin presumir de nada, apelando a extractos de sus propios films de ficción como documentos de su propia vida familiar, es lo que hace de Les plages d’Agnès un film no sólo original, sino también tan entretenido como emocionante.