Escenas frente al mar
Crítica "Las playas de Agnès" A los 80, la mítica realizadora Agnès Varda recorre su vida con magia, humor y sensibilidad.
Antes que hablar de autobiografía onírica o de "celebración del cine", como definió la propia directora a esta película, hay que decir que Las playas de Agnès está hecha con el material de las evocaciones, de los sueños y la poesía. Además: con herramientas como la creatividad, la libertad, la vitalidad y la frescura: en un grado inusual para alguien de 80 años. Agnès Varda, apodada la abuelita de la Nouvelle Vague, da una nueva lección de cine lúdico, lírico, que no condesciende a la mera melancolía, sino que apuesta a los cambios de tono, a la fragmentación -mecanismo de la memoria-, al traspaso de la ficción a la realidad y viceversa, a sus siempre asombrosas puestas en escena, el humor e incluso la saludable falta de temor al ridículo.
Varda, ante todo, no se postula como moderna: lo sigue siendo, lo es, lo sería involuntariamente. Rodeada de un equipo joven al que adora, experta en instalaciones, demuestra su imaginación -inagotable, envidiable, vanguardista- en cada secuencia. Y a la vez, a través de un maravilloso montaje, logra hilvanar cada una de estas perlas. El hilo conductor es el mar. El del norte de Bélgica, la patria de su infancia; el del Mediterráneo, donde filmó su primera película; el de California, junto al que fue feliz, de un modo efímero, como se suele ser feliz, con el realizador Jacques Demy, amor de su vida, muerto en 1990, aunque omnipresente.
Varda habla a cámara mientras camina hacia atrás. Varda recuerda su vida, pero aclara que le importan las de los otros, que por eso hizo cine. Varda evoca a los muertos queridos, a la casa de su infancia, a tiempos de oro para el arte, aunque siempre, siempre, elude la nostalgia. Combina fragmentos de sus películas, instalaciones, backstage del documental y puestas -recreaciones- muy novedosas. Y así, con calidez e ingenio, nos arrastra por gran parte de la cultura europea del siglo XX. Allí están los fantasmas de los grandes directores y actores de la Nouvelle Vague; allí las imágenes Gérard Depardieu y Harrison Ford casi adolescentes; allí los juegos con la obra de Magritte; las fotografías antiguas; las padres muertos; el amor por las películas y los viajes; el amparo de la amistad; los hijos y nietos bailando, de blanco, en un lento atardecer de verano, junto a la rompiente: pequeña, gran redención, igual que el cine.
El recuerdo de Demy (Los paraguas de Cherburgo) sobrevuela este filme felizmente inclasificable. Lo vemos junto a una ventana que enmarca al océano, diciendo que le gusta el mar. "Tal vez soy como él, un poco azul, un poco gris". Volvemos a verlo mucho después, ya enfermo, sobre la arena, observando un porvenir que no compartirá. Estos datos podrían dar cuenta de un documental melancólico. Pero Las playas... es mucho más. Incluso podría decirse que es lo contrario: una película sobre la alegría de haber vivido y seguir haciéndolo.
En una secuencia, Varda reúne a una pareja que lleva casi medio siglo junta. Luego la filma alejándose, dejando en la arena las huellas de unas sillas que arrastra. Esas huellas, como las otras, se borrarán pronto. Agnès, sin embargo, declama su envidia por ese amor perdurable. Habría que envidiarla también a ella: por su talento para crear, para saber vivir, para hacer obras tan maravillosas.