Combinando documental con ficción, el realizador de «La noche» pone su mirada en las llamadas «ranas», mujeres que se relacionan con presos y los visitan en la cárcel. Desde el 4 de septiembre, en el MALBA, los sábados a las 20 y los domingos a las 18.
En su tercer largo, el realizador de LA NOCHE propone otro ejercicio en el que los límites entre el documental y la ficción se traspasan constantemente. Partamos de la idea que aquí, si cabe, estamos ante un relato de ficción armado con personas y situaciones reales, formato híbrido cada vez más habitual en el cine contemporáneo. La película se centra en Barby, una chica que vive en el conurbano bonaerense, que tiene un pequeño hijo y un par de «trabajos». El más público y evidente es el de caminar las calles del Abasto y el Once porteño intentando vender medias (calcetines) a personas que la ignoran completamente. Y el otro tiene que ver con el slang carcelario al que hace referencia el título de la película.
Una “rana”, en esa jerga, es una chica que establece una relación con algún presidiario, que no es estrictamente romance ni prostitución sino que puede considerarse como una suerte de “conspiración” de socorros mutuos. Puesto de otra manera, son «amistades afectivas» que tienen una dosis de sexo, otra de cariño y comprensión, y otra más de negocio entre las partes.
Pero es difícil definir a Barby y a la película, simplemente, como una historia sobre esas “ranas”. Con la cámara de Yarará Rodríguez (LA NOCHE, LAS BUENAS INTENCIONES, entre otras) pegada a sus hombros, la chica viaja de la casa al centro, del centro a la casa, toma micros a la penitenciaria (con otras chicas que están en la misma o parecida situación) casi siempre con el niño a cuestas, en una especie de procesión permanente por ese lado B de la cultura suburbana.
Gran parte de LAS RANAS se va en observar a una persona que nadie observa, que circula por los márgenes de la ciudad, casi como un fantasma. Es un mundo transaccional del que no puede escapar y si bien Barby es parte de ese juego, encuentra espacios mayores de empatía cuando está con su “pareja” (no conocemos su nombre) en la prisión, quien espera con ansias pasar un rato con ella y, de paso, recoger lo que la chica tiene para traerle, en algunos casos escondido dificultosamente entre las piernas.
La película no solo sigue a Barby. Durante una larga escena –quizás la mejor del film–, LAS RANAS se detiene en una visita familiar que le hacen al preso, que pasa de una conversación en la mesa sobre modos de preparar empanadas a viajes al baño a fumarse un porro lejos de la vista de los guardias. No tiene mucho sentido preguntarse, viendo el film, cómo se pudieron hacer ciertas escenas dentro de la cárcel –eso es algo que Castro podrá contestar en entrevistas si así lo desea–, sino que lo importante aquí es trasladarse a esos escenarios complicados y posiblemente durísimos que son reflejados, a partir de la mirada de su director, en sus momentos más amables, solidarios y si se quiere tiernos.
Hay un espíritu de comunidad que atraviesa, palpablemente, muchas de las escenas de la película. Y ese espíritu es el que ayuda a ambos –y a todos los otros en similares circunstancias– a enfrentarse a ese otro mundo, más áspero y brutal, que los mira con desdén o directamente los ignora desde el otro lado de las rejas. Como si fuera una continuación del final de LA NOCHE, las suyas –las de los protagonistas y las del realizador también– son familias elegidas para atravesar mejor la hostilidad del afuera.