El mundo (y yo)
Las razones del corazón (2011), de Arturo Ripstein, es una adaptación de Madame Bovary, célebre novela de Gustave Flaubert. El guión de Paz Alicia Garcíadiegoo ofrece una lectura audaz de Emma (aquí, Emilia), aquella mujer cuyo idealismo hacía que la realidad le resultara más asfixiante.
Hacía mucho tiempo que en la cartelera de Buenos Aires no se estrenaba una película tan claustrofóbica, tan concentrada en la mente de un personaje replegado en sus propios conflictos. Las razones del corazón es, antes que nada, una lectura, no una mera transcripción (lo que resultaría por demás tedioso y fallido) de Madame Bovary, novela en donde el malestar palpitaba página a página. En Emilia, la Emma de la película, percibimos que esas falsas bocanadas de esperanza ya están casi extintas, y lo que sobreviene es un penoso recorrido circular por las obsesiones que sellaron el destino de la criatura.
Emilia (notable trabajo de Arcelia Ramírez) es un ama de casa que tan sólo desea encontrarse con uno de sus vecinos, un músico cubano. Casi como si éste le inyectara vida, deambula en su descuidado departamento hasta que llega la tarde y escucha el saxofón (su saxofón), cual canto sirenaico que mixtura melancolía y sensualidad. Pero él le pide racionalidad, al menos la necesaria para entender que lo de ellos tan sólo fueron encuentros sexuales, y que hay un marido y una hija que la esperan en su hogar. Racionalidad; nada más distante en la atribulada mente de Emilia. Ella demanda, ruega casi como una devota frente a su deidad, suplica y, al mismo tiempo, se autodestruye. Tamaño cóctel no podría más que devenir en tragedia. Pero mientras que en Flaubert el pasaje hacia la aniquilación nos resulta (más hoy en día, encapsulado en la lectura “realista”) apenas una notación significativa, aquí Garciadiego y Ripstein traducen la existencia de Emma como un melodrama sumamente degradado, sí, pero melodrama al fin.
Si la pasión del amante está extinta, tampoco el marido marca autoridad y reclama explicaciones. Así, el universo melodramático de Emilia persiste en un infierno cotidiano en donde la única que parece tener una idea de su dimensión es la pequeña hija, capaz de reclamarle una maternidad más “normal” con un discurso conmovedor y angustiante. Ripstein consigue arrancar momentos de profunda verdad en esos encuentros, una verdad casi ontológica que hace del cine su forma y contenido. Nada más acertado, entonces, que el implacable blanco y negro que nos distancia del relato, y el plano secuencia que envuelve al recorrido de la protagonista en un manto de obsesión y perdición en donde los otros (un vecino lascivo, una portera que parece una bruja) no agregan más que malestar.
Además de la hija, no menos fundamental es el rol del marido; nimio, cabizbajo, tan derrotado económicamente como su mujer (que ha malgastado el dinero en lujos vacuos para su amante y ahora está en serios problemas). Los gestos más tiernos llegarán a través de sus dichos y acciones. Que, claro está, aquí sólo pueden percibirse como trillados pero no por ello pierden su costado más humano.