Que viva el amor
Tuve la oportunidad de escuchar alguna vez a Arturo Ripstein y a Paz Alicia Garciadiego. Son dos extraordinarios oradores: lúcidos, capaces de contagiar todo el conocimiento que atesoran, de transmitir la aguda mirada que poseen del mundo y del cine. Aquellos que hayan podido seguir sus entrevistas, habrán comprobado cómo destilan sentencias terminales tales como “la vida es jodida” o “me gusta la oscuridad, lo subterráneo y lo oculto”, que jamás son condenadas al aislamiento o al silencio artístico sino que son un estímulo para recrear al melodrama como género y para hacernos saber que, a veces, el infierno es también encantador. Y para eso, contrariamente a los que muchos suelen pensar luego de ver sus películas, hay que ser decididamente optimista.
Las razones del corazón muestra una vez más el universo del director, signado por la sordidez, la desolación y la asfixia de los lugares cerrados. No obstante, se advierte (como en sus últimos films) un trabajo de depuración y de mayor obsesión formal: pocos personajes, el sostén de un solo espacio dramático (un departamento), leves movimientos de cámara y el blanco y negro reemplazando el rojo tan característico en toda su obra. El título obedece a una frase de Pascal bastante conocida que se utiliza como epígrafe de esta historia y confirma un procedimiento usual de Ripstein que consiste en leer una fecunda tradición mexicana y popular del género para enriquecerlo intelectualmente. Además de remitir al filósofo francés en su concepción del corazón como alternativa a la razón, la otra referencia es literaria, y se trata ni más ni menos que de la Emma de Madame Bovary, el clásico de Flaubert. Aquí la protagonista es Emilia, una mujer que representa la clásica heroína trágica, desesperada por amor, harta de una vida rutinaria con su marido y su hija, y pasionalmente unida a un amante cubano que no está cuando lo necesita. Producto de esta relación clandestina es la deuda que contrajo y la que le provocará un embargo que funciona como una bomba de tiempo en la trama y en la mente de la mujer. Sin embargo, la adaptación de Garciadiego como guionista es contestataria de la novela, en tanto y en cuanto despoja al personaje de la insatisfacción burguesa y fetichista, para llevarla a otro plano, más popular y reconocible, terrenal, aquel en el que la pasión es un motor que mueve al ser humano hasta las últimas consecuencias. En ese sentido, Emilia es un personaje activo en su desgracia, es capaz de todo e intuye su destino como en las grandes tragedias. Hay un móvil irracional que determina sus actos y que transforma la relación con su amante cubano en el único sentido posible de la existencia. Cuando debe poner en palabras ante los otros (el orden patriarcal y los códigos del machismo) la justificación de su proceder, no escatima en frases directas y sinceras: “no es que no quiera, es que no puedo” o “la vida me duele”. La forma en que hablan los personajes evidencia un magistral manejo de los diálogos a partir del equilibrio entre lo culto (que remite a la tragedia) y lo popular (la experiencia vital), siguiendo en este aspecto a dos maestros con los cuales mantiene filiaciones: Juan Rulfo y Luis Buñuel. En relación con este último, Ripstein ha actualizado y particularizado ese tono esperpéntico de la existencia mexicana, con sus pasiones, delirios religiosos y represiones, una mezcla ideal para el melodrama. Así es que el edificio donde transcurre toda la acción apenas deja entrever algún atisbo de aire hacia el exterior. Puertas adentro se da el choque ente la pasión y el deseo: la claustrofobia espacial deviene en encierro mental y las consecuencias llevan a la fatalidad. Sin embargo, el estallido final, propio de la tragedia, deviene en una lenta agonía donde los personajes masculinos desnudarán sus sorprendentes intenciones verdaderas. La casi inmovilidad de la cámara por esos interiores o pasillos solitarios acompaña la sensación de estancamiento emocional frente a un destino que no se puede torcer. Emilia siente deseo hacia su amante cubano y al mismo tiempo soporta el fracaso de la indiferencia. No se muestra en ningún momento si hubo un pasado idílico, más bien un presente continuo y tortuoso donde las razones del corazón son como la adicción a la heroína: el espacio cotidiano se degrada, se olvida, y la mugre, el alcohol y los cigarrillos canalizan el derrumbe.
Lo llamativo es que, pese a todo, el ritmo de la película y su densidad anímica se sostienen a la perfección gracias a las dosis de humor insertas en algunos personajes y diálogos. El montaje, más bien clásico, funciona y es decisivo para disfrutar (una palabra que muchos cuestionarían) este gran melodrama, género que nos dice que el verdadero amor es, tal vez, un caos sentimental.