En Las razones del corazón, Arturo Ripstein, exponente fiel del melodrama latinoamericano, cuenta el descenso a los infiernos privados de una mujer. Hecha a trasluz de Emma Bovary, Emilia Habla con el corazón en la mano, la furia en la boca y la sinrazón en la cabeza. Pero estos personajes relatan con la pasión que caracteriza al dúo Ripstein y su esposa Alicia Garciadiego (guionista y mentora de lo mejor de su obra) no sólo la caída de esta mujer sino la decadencia de su entorno, lo agobiante de su ambiente, la tartamudez de las costumbres adquiridas como normas sociales, los sinsentidos de las instituciones sociales. La película está hecha con retazos de cuerpos, de planos, de contraluces, de espacios.
El ruido ensordecedor de la voz de esta mujer es el silencio de otras muchas, su cuerpo replica la angustia cuando se mueve, cuando se contonea, cuando se sienta, cuando camina, cuando se desnuda. Siempre está en movimiento, no puede aquietarse, acallarse, la furia de su interior demoníaco demanda demasiado y ya nada le alcanza, nada la satisface; ni su aplacado marido, ni las demandas de su hija, ni las incomprensiones de su madre, ni la cobardía de su amante. Es mezquina, odiosa e insatisfecha y arrastra consigo las miserias del mundo y de su entorno.
Las razones del corazón, Arturo Ripstein, México, 2011
Dice Rancière en Las distancias del cine que el melodrama empieza cuando este se anuda a la ficción real llamada sociedad. Tanto Emilia, como su antecesora Emma Bovary, ambas están sumidas en un universo adulto, en un mundo social “real” en el que no encajan. El melodrama empieza cuando hay padres, esposos, hijos; cuando la institución familiar se pone en juego; lo que hace justamente este género es contrastar ese mundo familiar, social, “real” con los deseos interiores, profundos de las protagonistas. En las películas de Ripstein en muchas de ellas, el afuera no aparece de manera visible, sino que es el gran fuera de campo de la película, es el límite de la puesta en escena, de los personajes y del género. Cruzar este límite es hablar ya de otro género, de otra película, de otros personajes. Por eso, la abundancia de puertas, ventanas y pasillos como elementos de una puesta que no sólo refleja agobio y asfixia en sus interiores densos, sino que además revela cierta circularidad de la que ellos no pueden salir. Los planos secuencia que siguen a los personajes, sobre todo a Emilia que siempre aparece descentrada (en los bordes de cada plano, en los bordes de su propia existencia) los rodean marcando la inefabilidad del destino, la irresoluta angustia, la redondez de los deseos, la manera agónica en que ella rebota obsesivamente en las paredes de su departamento. El debate extremo de la conciencia de Emilia y también el del marido y sobre el final el del amante, son debates que no escuchan al otro, son íntimos privados, asfixiantes, se cierran sobre ellos mismos; son los debates que se reflejan en los espejos del mugroso departamento. Esos espejos, tan caros a los melodramas, son los espacios vidriosos donde la heroína y sus circunstancias intentan reflejarse, donde ella intenta verse, desdoblar su mirada, desprenderse de ella misma y ser otra, ésa la de la imagen en el espejo. Los espejos, los vidrios son reflejos de la vida real, son imitación de la vida y ya lo supieron tanto el maestro Douglas Sirk como Pedro Almodóvar o Luis Buñuel, sólo por citar algunos de los directores que peinan a contrapelo el género y lo arman y lo desarman, transgrediéndolo pero sin olvidar sus raíces.
Uno de los argumentos que se esgrimen en contra de Las razones del corazón es que es demasiado teatral pero no siempre es válido este argumento. Hay que tener en cuenta que todo melodrama es teatral desde su origen, sus raíces son teatrales, deviene directamente de la ópera (el reino de la puesta en escena desmesurada) y de la tragedia griega (con su pecado de hybris a cuestas, con su destino inefable de arrancarse los ojos, para no ver, justamente). Otra vez cito a Rancière (sabrán disculpar, cada uno tienen sus obsesiones): “el cine no aparece contra el teatro, sino después de la literatura”. Las razones del corazón no está rivalizando con el teatro, sino que vino después de la gran obra del siglo XIX, Madame Bovary. Arrastra a su heroína egoísta, un poco miserable, ególatra, que no puede nada, sólo reclamar a cada paso y a cada plano que su vida es un infierno. Que es débil, llorosa y es incapaz de resolver su vida, de poner en acción sus deseos, en definitiva, de amar y ser amada. Heroína que detesta haber sido criada en la “escuelita de Libertad Lamarque”, otra heroína detestable. Esta cita de la protagonista es también un guiño del director (o sospecho tal vez que haya sido de Paz Alicia Garciadiego) a toda la tradición de melodramas y sus insufribles y a la vez queribles heroínas pasando por las protagonistas del Indio Fernández hasta las de la etapa mejicana de Buñuel.
La razones del corazón es una película rebelde, a contrapelo de modas. Rebelde en un sistema cinematográfico que da pocas chances a propuestas más arriesgadas, rebelde de las modas que adocenan las miradas de los espectadores con estruendo, estallidos y superhéroes agotados. La dupla Ripstein – Garciadiego es coherente, obsesiva y fiel a si misma; pide espectadores activos que respeten una lógica personal de la representación que escapa de cualquier normativa vigente. Un cine perturbador, que cuestiona no sólo a las instituciones sociales sino a las cinematográficas.