¿Un melodrama casi psicótico, inspirado libremente en Madame Bovary? Arturo Ripstein, según dicen, vuelve en forma. Pero la película anterior del maestro mexicano, El carnaval de Sodoma, prácticamente ignorada y ninguneada por la crítica, programadores y público, dejaba en claro que Ripstein siempre estuvo en forma. La claustrofobia se transmite plano tras plano. Casi todo sucede en un departamento roñoso, aunque algunos pasajes importantes tienen como escenario la azotea y las escaleras del edificio. Cuando al comienzo la protagonista parece salir a la calle, se detiene y regresa a su encierro. Siguiendo el solipsismo del personaje, los únicos planos del exterior corresponderán a un par de subjetivas en las que la heroína mira a la calle en espera de su joven amante, que vive en la terraza y toca el saxo como hobbie. La situación de Emilia no es sencilla: su marido es un pusilánime, su hija cuestiona razonablemente su maternidad, su departamento pronto será embargado y quizás ya no le interese ni siquiera su amante. En un impecable blanco y negro, trabajando con elegancia sobre los contrastes de luz y sombras, Ripstein vuelve sobre un tema que conoce a la perfección: la decadencia. No se trata de un accidente sino de una naturaleza, una estructura; de allí que el exterior, es decir, la historia, la comunidad, el presente y la política permanezcan en un gran fuera de campo. Quizás tendríamos que pensar más bien en un teatro de la decadencia psíquica sin circunstancias, sin fuerzas externas que atraviesen a los personajes. Sus desgracias son interiores, pus subjetivo.