Contar desde adentro
Sentarse a observar el remolino de la adolescencia sin meterse en su interior es, en cierto modo, olvidarse de cómo era, perder la memoria. Recordarla, en cambio, es adentrarse en su vorágine y buscar un espacio y tiempo específicos; es recuperar un clima, un tono, un cúmulo de sensaciones únicas. Ese es el esfuerzo de Las ventajas de ser invisible: girar y girar para así captar todo lo que surja.
En este sentido (y en muchos otros), la película se refleja en Charlie (Logan Lerman), el tímido y solitario protagonista, cuya mirada a la misma vez participativa y distante intenta vivir y contar la adolescencia con la mayor conciencia posible. La película no rehúye, entonces, de mostrar sexo, drogas y violencia y de hacerlo con naturalidad: una vez más, lo que pretende mostrarse es aquello que posiblemente aparezca frente a las retinas de sus propios personajes. El de Las ventajas de ser invisible es, por lo tanto, es un mundo de paisajes extraños y tumultuosos vistos con familiaridad y deseo.
Si bien no faltan algunos lugares comunes (la última escena es, lamentablemente, uno de ellos) Chbosky no desvía la miradade las entrañas del remolino en que se encuentra. La persistencia de esa elección puede sentirse en el clima constante de incomodidad, que no permite demasiado color ni luz en las escenas, así como tampoco deja aparecer el humor o la música sin algún dejo de melancolía. El reflote constante de conflictos —sobre todo el de la enfermedad de Charlie, hacia el final y cuando todo parecía resuelto— también reflejan su modo de contarse: de acuerdo con las reglas de su mundo y de la adolescencia, pero especialmente con las de sus personajes.
Así, la puesta en escena de Las ventajas de ser invisible tiene que ver con la puesta en presente del sufrimiento, de las dudas, del descubrirse: una estructura en constante tensión y revuelo que la película elige no sólo como historia sino también como su propia manera de contarla.