No le quedarán dudas al espectador al término de la proyección de este estreno: el título es mucho mejor que la propuesta. En efecto, lo que sugiere “Latidos en la oscuridad” es definitivamente más interesante que su desarrollo porque a priori la premisa despierta interés. Sean (Robert Sheehan) y Derek (Carlito Olivero) son un par de pungas de poca monta, se aprovechan de su trabajo de valet parking de un restaurante, para tecnología del auto mediante, ir a la casa de los eventuales clientes para robar pequeños botines. Todo bien hasta el primero encuentra en una de ellas a una chica secuestrada, atada y amordazada, a la cual no puede rescatar. Todo ese momento (si bien genera dudas en la credibilidad) será el pico más destacado de esta producción.
Desde ahí en adelante, el verosímil es traicionado una y otra vez al punto de convertirse en rebelde de sí mismo. Un ejemplo de ello es la casa. Ultra moderna e inteligente, conectada y monitoreada a través del celular de su dueño Cale (David Tennant), excepto, claro, cuando el atropello de la trama necesita que no sea tan así. Lo mismo sucede con la intervención de la policía: su accionar es de mucho reglamento pero pocas luces, hasta que en un momento sacan una conclusión de la galera que haría pasar vergüenza a Hércules Poirot.
Es cierto que “Latidos en la oscuridad” no decae en ritmo y que el director Dean Devlin, culpable de “Geo-Tormenta” (2017), se las ingenia con las bondades de la compaginación y la banda sonora para tratar de saltar las vallas de las torpezas del guión, escrito por Brandon Boyce (autor de la notable “El aprendiz” en 1998). La peor es la de la ventana de la casa cuyo mosquitero es abierto con una navaja y su resolución posterior.
De la mitad hacia adelante este thriller intenta descansar el peso dramático en la composición del villano pero, entre el rictus facial de David Tennant (cuyas mandíbulas apretadas se habrá tenido que operar luego de esta producción), y la justificación psicológica de su accionar; llevan toda la producción al desbarranque. Donde debería haber tensión y nerviosismo, hay risas movidas por el ridículo.
Se suele decir que malos guiones no se salvan con nada y que eventualmente el par de estrellas que forman el elenco justifican la entrada por su presencia (o algo así). Son como esos malos partidos de fútbol en los cuales la hinchada reclama el reemplazo por otros jugadores sin darse cuenta que el problema es el planteo y su forma. Sólo Robert Sheehan intenta (y logra) sostener emocional y físicamente el tránsito de su personaje, pero parece, ya que hablamos de deportes, esos virtuosos corredores del fútbol americano que se mandan y corren y corren hasta que se les acaba la cancha esperando recibir un pase que nunca llegará.