Si hay una situación recurrente al comienzo de varias películas de Ken Loach es la entrevista laboral. Se trata de la primera huella de un sistema perverso de exclusión y de fina selección, un cruce dialéctico y gestual que conforma ese teatro de máscaras, donde uno juega a rebajarse, a perder su dignidad, y el otro (marioneta de empresas cuyos rostros jerárquicos son invisibles) a ser frío o un campeón de eufemismos. Porque el lenguaje es evidencia y en sus signos se manifiestan las más solapadas estrategias de dominación. Y Lazos de familia (2019) no es la excepción. La primera intervención del protagonista se escucha sobre un fundido en negro mientras transcurren los créditos de inicio. Su voz gastada y con un acento irremediablemente cockney da cuenta de las deplorables experiencias laborales anteriores y de las ganas de salir adelante con un proyecto de mayor independencia. Lo que no puede saber (aunque el Goliat del otro lado del escritorio ya se muestre intimidante) es que está en la boca de un monstruo: una empresa de repartos que contrata choferes, pero que pone condiciones de explotación y donde no hay tiempo siquiera para frenar a mear (literalmente los trabajadores llevan una botella de plástico con ellos).
La “gran propuesta laboral”, esa que los cráneos de la economía siempre quieren naturalizar como un beneficio, consiste en trabajar catorce horas por día y Ricky, a pesar de todo, ve (fabula en medio de la desesperación) una posibilidad para crecer y para hallar una estabilidad en el seno de su familia. Pero todo tiene su costo y las decisiones pondrán en jaque esos lazos que parecen tan férreos con su mujer, su hijo adolescente y la pequeña (y encantadora) pelirroja, su hija menor. En primer lugar, para alquilar una furgoneta deben vender el único medio de transporte para que su esposa vaya a trabajar (ella cuida a gente grande de amanecer a atardecer). En segundo lugar, lo más fuerte que tiene la familia (unión y amor) se ve alterado por una dinámica imposible de manejar: mientras el padre y la madre están ausentes durante el día y se duermen mirando televisión, sus hijos se crían solos. No es que haya victimización al respecto, pero las cosas se tornan inmanejables. Y se sufre. Y sufrimos con ellos. Porque Loach, más allá de las críticas de moda a la hora de voltear directores con largas trayectorias y compromiso ético, para sobredimensionar registros fríos y con personajes monolíticos, nos muestra gente que padece, se ríe, ama y se autodestruye, cuando no es destruida por mecanismos propios de una economía salvajemente neoliberal que el director viene denunciando desde la década del ochenta.
Es interesante en la película la alternancia de escenas entre marido y mujer en sus respectivos entornos de explotación laboral. Da la sensación de que el montaje acompaña el lema siniestro de la empresa, divide y reinarás. Así como en el interior de la misma se insta a que los propios compañeros se peleen para buscar la mejor ruta posible para repartir, en la familia Loach nos lleva de un lado al otro por los entornos de sus integrantes, divididos hasta que puedan reinar nuevamente como grupo. Porque en el medio hay peleas y fuertes. Hay una racionalidad en Abbie quien permanentemente intenta controlar los impulsos masculinos en el hogar. Sin embargo, como toda procesión va por dentro, también habrá un momento para que ella explote ante tanta injusticia. La meritocracia y el control proponen una anulación absoluta de la identidad y del tiempo de modo tal que la alienación es el siguiente paso inevitable, la pérdida total de rumbo. Y si bien a veces se bordea el subrayado de ideas, la impecable dirección de Loach a la hora de filmar los cuerpos de sus protagonistas nos pone en contacto con una fisicidad que siempre es equilibrada con lo más atesorable, la raíz del afecto que une más allá del dolor. No hay final feliz, pero aún hay de dónde agarrarse frente a la opresión.