Presentada en Cannes 2019, la nueva película del inglés Ken Loach demuestra, a sus 85, la vigencia de su pulso y su mirada sobre la clase trabajadora de su país. En la continuidad de una obra consecuente, que lleva más de seis décadas sobre un implacable, a veces duro, realismo social. Con un efectivo guion de Paul Laverty, el film -cuyo título original, Sorry we missed you/Disculpe que no lo encontramos, hace un doble juego sobre el cinismo de un slogan corporativo-, cuenta la historia de Abby y Ricky. Un matrimonio que ha caído de una clase media esforzada a la clase trabajadora ahogada. Por las deudas y las necesidades, que tienen que ver con pagar las cuentas, pero también con el intento por estar presentes en la vida de sus dos hijos. Un adolescente grafitero y una niña dulce que sabe manejarse sola hasta que lleguen sus padres.
Abby cuida gente mayor. Por horas, de casa en casa. Ricky consigue un empleo como repartidor en camioneta. El empleo que lo contrata como “socio de una franquicia”, en plan Uber. Pero lo que le presentan como oportunidad de trabajador autónomo, le impone horarios tan extenuantes que no tendrá, literalmente, ni tiempo para hacer pis.
Loach, ganador de dos Palmas de Oro en Cannes (Yo, Daniel Blake y El viento que acaricia el prado), filma a sus personajes en la alternancia de esos dos escenarios. El afuera y el doméstico, que la realidad acuciante se empeña en retacearles. Así se van acumulando diálogos a distancia, cuidados de los chicos a control remoto, que aumentan el clima de alienación y angustia de esta pareja. Vivir para trabajar o trabajar para vivir. Los problemas económicos son referencias, marco para una deuda humana, eso que el dinero no puede comprar. La precarización laboral es la precarización de la vida de las personas. Y ciertamente, no se estrenan muchas películas que, como esta, pongan el espejo en esta realidad global, de aquí y ahora.
La habilidad del guion hace a un relato atractivo y tenso que queremos ver. Si algo le resta potencia a la película es que, en la escritura de este drama, puesto en escena por sus muy buenos intérpretes, hay una insistencia creciente, casi un regodeo en la desgracia sin salida que parece innecesario, pues el asunto queda claro por sí solo. Loach y Laverty frenan justo ahí, donde el semáforo en amarillo anuncia riesgo de miserabilismo. Pero no parecen poder evitar, hacia el desenlace, la suma de explicaciones y humillaciones, como si no confiaran del todo en su propia narración (o en la inteligencia de quien está viendo).
La de Lazos de familia no es la Europa con la que acaso sueñan los que sueñan con una vida mejor, desde países como este. En esta Europa, a la que Ken Loach ha dedicado casi todo su cine, las familias encaran cada día como una lucha por la supervivencia. En la que pasar tiempo con los hijos, o irse de vacaciones, son lujos que no pueden permitirse.