Lazos de sangre (Winter’s Bone) de Debra Granik, es una historia de ambiente oscuro, nublado, tremendo, corroído. Ree es una adolescente que se hace cargo de su familia (o de lo que queda de ella) en un paraje espantoso y degradado de Missouri. Pero, lejos de ser apenas un retrato de la miseria y las dificultades, la película plantea una intriga, un conflicto, algo a resolver, que tensa el relato y permite que la descripción del ambiente se vea enriquecida por la narración. Winter’s Bone construye un mundo con sus propias reglas, en el que, por ejemplo, no hay celulares y no se sabe bien la temporalidad de la acción; en el que toda pulsión sexual brilla por su ausencia; en el que los roles de las mujeres y de los hombres se delimitan de formas particulares. Hay una organización social en esta suerte de tribu especialmente aislada, una organización que parece condenar a todos a la violencia, al embrutecimiento, al maltrato, a la locura. La inteligencia de Granik es construir este mundo y evitar toda tentación de simplificación: aún en la negrura (y hay momentos realmente duros) puede aparecer un destello de solidaridad, de amistad, de responsabilidad (el sólido sentido de la responsabilidad de la protagonista; la responsabilidad “en construcción” del tío). Con todo esto, Granik nos mete en un mundo extraño y nos hace transportar hacia él con armas cinematográficas: imágenes consistentes y potentes; diálogos, gestos y actitudes que nos hacen creer en los personajes; y la responsabilidad de la cineasta frente a ellos y frente a su propia voz como perteneciente a un lugar en particular: “esta historia –parece decir Granik–, sólo puede ocurrir aquí donde ocurre, y asumo mi lugar en el mundo al contarla, mi responsabilidad como cineasta, mi identidad”.