Un cuento americano.
Un país está compuesto por varios países. Esta afirmación podría extenderse, con mayor o menor grado de certidumbre, sobre todas las naciones del mundo. Pero si hay una que la ejemplifica sobradamente es Estados Unidos. A su vez, si hay algo que jamás se le podría reprochar al cine americano es no haberse ocupado lo suficiente de explorar estos contrastes descomunales. Eastwood, Altman, Stone, Malick y los Coen (por sólo mencionar un puñado de los cineastas más importantes, puesto que también habría que considerar un sinfín de sus colegas jóvenes e independientes), abordaron en reiteradas ocasiones la estampa de ese país hermético y arcano conocido como “la América profunda“. Sin ellos probablemente le resultaría mucho más engorroso al resto del mundo actual comprender el por qué de una victoria electoral de Bush, de un tiroteo escolar o del kukluxklaniano Tea Party, fenómenos tan estadounidenses como el pastel de manzana, la Estatua de la Libertad y el jazz. Lazos de sangre se inscribe en esa galería de retratos implacables. Basada en la novela de Daniel Woodrell, ganadora del Gran Premio del Jurado en el festival de Sundance, la segunda película de Debra Granik recibió sorpresivamente cuatro nominaciones al Oscar, incluyendo Mejor película y Mejor actriz. Si bien méritos no le faltan, es casi imposible que gane. Ya sabemos cómo se maneja la Academia.
Ree (brillante actuación de Jennifer Lawrence) es una adolescente pobre de Missouri al cuidado de su madre depresiva y sus hermanos pequeños. Es pleno invierno, apenas tienen qué comer y están por quedarse sin techo: su padre, un narcotraficante fugitivo de la ley que podría estar muerto, incluyó la casa familiar como parte de pago de una fianza. Al enterarse, la protagonista sale en su búsqueda, mas no le será fácil. Quienes saben lo que realmente ocurrió (familiares, lugareños) comparten un secreto que los compromete.
Lazos de sangre nos sumerge brutalmente en su mundo rural de chatarra, armas de fuego, motosierras, bares de ruta, animales desollados, aguas pantanosas y banderas hechas jirones. El popular término yanqui “white trash” (basura blanca), utilizado para designar peyorativamente a los blancos pobres, parece encajar perfectamente con la naturaleza de los personajes, cada cual más repulsivo y despiadado. Indudablemente el planteo del film ejerce una fascinación morbosa para el siglo XXI: en pleno corazón de la primera potencia mundial, lejos del esplendor cosmopolita de las grandes ciudades, rige una ley del más fuerte tan ancestral como imperecedera. Recordemos la escena en que Ree le confiesa a su tío (John Hawkes, también brillante) que siempre le temió. Este le responde: “Eso es porque sos viva”. Y vaya si lo es. Acaso por ser un eslabón débil en esa estructura patriarcal que organiza su comunidad, la protagonista termina afrontando una odisea del instinto, una descarnada lucha por la supervivencia. No en vano les enseña a sus hermanitos a disparar un rifle y cazar ardillas: llegará el día en que ella se enrole en el ejército –la única carrera posible, la única forma de salir del infierno– y el ciclo vuelva a comenzar.
Granik y su cámara logran aprehender hasta la última partícula del ambiente salvaje que atraviesa la narración. Cada primer plano es un indicio de horror, una amenaza de sangre que puede o no concretarse. Una arruga, una cicatriz, una mirada de odio, una mueca levemente deformada: todo resulta inquietante. Las reglas de la película pasan a ser las del mundo captado, sin concesión alguna para el espectador. Por eso los paisajes nos resultan tan lúgubres y los personajes nos desbordan con su vitalidad chocante y desaforada. Lazos de sangre es un golpe al medio del estómago, una obra poderosa cuyas remembranzas persistirán por un largo tiempo.