Polvo, quizás
De acuerdo a lo que plantea la escuela pitagórica, el número es la clave de todas las cosas. Por ejemplo cuatro son los lados del cuadrado y cuatro serían las estaciones del alma; esto es parte de la proporción universal. Las estaciones del alma, entonces, pasarían de un hombre a un animal, de un animal a un vegetal y de un vegetal a un mineral. En la época de la escuela pitagórica, allá por el 525 antes de Cristo, la rigurosidad esotérica era firmemente disciplinaria y aunque se aceptaban hombres y mujeres y distintas religiones y diferentes razas, los no iniciados no podían recibir conocimientos. En esa armonía, y en el sur de Italia (donde en esa época pretérita tuvo su sede una de las escuelas pitagóricas), en la Calabria de estos tiempos pongamos por caso, las cosas no tendrían por qué ser diferentes. Si un pastor de cabras se muere su alma bien podría migrar hacia una cabra recién nacida; y si la cabra infante se pierde del rebaño y se esconde bajo un árbol la noche previa a la primera gran nevada del invierno y muere, su alma pasará a la savia de ese árbol; y si el árbol es talado para una fiesta popular y luego transformado en leña, esa leña podría llevarse a un horno de leña que la transformara en carbón, o en humo; y ese humo saldrá por la chimenea de un casa cuando el carbón se consuma en un hogar, y así llegará a otro hombre, y así volverá a empezar. El misterio de la vida convierte cada jornada en un día de estudio, jornadas que irán dejando atrás la sensación de aprendices cuando hayamos madurado. Esto es así en la escuela pitagórica y en la vida diaria, y también en LE QUATTRO VOLTE, la película de Michelangelo Frammartino que sin palabras nos trasmite una concreta certidumbre.
Un viejo pastor de cabras tiene tos, una tos seca que quiere curar con una medicina que alguien le ha preparado y le guarda en un cartucho hecho con una página de revista. Pero la noche anterior a esa mañana, la mañana de su muerte, el pastor descubre que se le acabó la medicina y corre a buscarla a la iglesia. Esa mañana, la mañana de su muerte, las cabras están en el corral y el perro Vuk, que cuida al rebaño del viejo, le ladra a cuanto peregrino pasa y hasta al Cristo que carga la cruz y que anduvo ensayando la Pasión un día antes en el mismo sitio, frente a la casa del viejo pastor de cabras. Y un monaguillo quedó retrasado de todos los demás, y le tiene miedo a los perros, y Vuk le toma el tiempo y no lo deja pasar a puro ladrido; y el chico intenta seguir su rumbo, pero Vuk lo enfrenta, y el chico empieza a tirarle cosas, ramas, piedras, y Vuk las atrapa pero le sigue haciendo frente, hasta que Vuk se equivoca de piedra y saca un medio ladrillo que frena la rueda trasera de una camioneta, y la camioneta recula por la lomita, choca la puerta del corral, las cabras se escapan al camino, Vuk se esconde tras los arbustos, al monaguillo lo encuentran los de la procesión y el viejo exhala su último suspiro en la habitación de su casa, estrecha escalera arriba. En LE QUATTRO VOLTE todo tiene un aire de comedia muda, de drama introspectivo, de divulgación científica o de poema visual. LE QUATTRO VOLTE, en esa secuencia magistral que transcribimos desde la memoria, secuencia rodada en un plano general con apenas algunos movimientos de cámara a derecha e izquierda y en la que el tiempo real se suspende en la vorágine de la percepción, desafía los dogmas de cualquier género y le devuelve al cine su esencia vital: ser una experiencia de empirismo audiovisual y no una construcción de bordes pulidos. Porque LE QUATTRO VOLTE se vuelve gozosa cuando el espectador descubre que detrás del magnífico fenómeno de feria que es el cine hay un hálito imperecedero, como el polvo que bailotea en la luz.
Una imagen imborrable: el polvo bailotea en la luz, un haz de luz brillante que atraviesa un espacio que en principio no atinamos a descubrir. Luego sabremos que es una iglesia. Una mujer barre la nave central de la iglesia del pueblo. Más allá, el pastor de cabras espera que la mujer termine de trabajar, de juntar el polvo del suelo. Después, en una salita, el viejo pastor le dará una botella con la leche de la cabra que ha ordeñado un rato antes, al principio de la mañana. Y la mujer, que ha dejado la pala con el polvo sobre una mesa, hará un cartucho con una hoja de revista y rezará una oración al polvo que separa del resto del polvo. Y esa imagen que nombrábamos recién cobra otra dimensión cuando nos ponemos a pensar que, más allá de cualquier esoterismo, superchería, magia o naturaleza, quizás no seamos más que polvo, y que solo nosotros somos capaces de sanarnos, de conmovernos con el arte, o de comprender que la oscuridad es otra forma de luz.