En busca del ojo absoluto
El film de Michelangelo Frammartino propone lograr una capacidad de mirada que permita hallar goces e intensidades profundos en el detalle aparentemente más ínfimo.
¿Una película sobre los ciclos de la vida, sobre el lugar del hombre en el mundo, sobre la relación entre él y la naturaleza? Peor aún: ¿una película sobre “el espíritu único que mueve a un pastor, una cabrita, un árbol y unas briznas de carbón”? Si una obra y las intenciones que la animan fueran lo mismo, Le quattro volte habría sido la película más teórica del mundo, la más solemne y aburrida, un bodrio liso y llano. O, peor, un divague misticoide y machacón, sumado eventualmente a todo lo anterior. Pero como una cosa son las declaraciones de intención y otra muy distinta lo que se hace a partir de ellas, Le quattro volte resulta una experiencia cinematográfica infrecuente. La película de Michelangelo Frammartino pone al espectador en condiciones de alcanzar lo que, trasladando un difundido concepto musical, podría denominarse ojo absoluto. El ojo absoluto sería una capacidad de mirada que permita hallar, en el detalle aparentemente más ínfimo, goces e intensidades se diría que no de este mundo. Pero vaya si lo son.
¿Qué vuelve inolvidables a este pastor, estas cabras, este perro, este árbol (el horno de carbón “pega” menos, honestamente)? Los vuelve inolvidables el modo en que Le quattro volte mueve a mirarlos. No hay diálogos en el opus dos del milanés (de familia calabresa) Frammartino. O sí los hay, pero a distancia. Es absolutamente lógico que así sea. Frammartino filma una zona agraria, primaria de Reggio Calabria, y en esos pueblitos no es común que la gente se la pase hablando. Pero además Frammartino suele filmar de lejos, por lo cual muchos diálogos se adivinan o atisban, más que estrictamente oírse. Finalmente, la razón más de fondo, más de intención: Frammartino quiere arrancar al hombre de su lugar central (ver entrevista), dándole más espacio en el plano, en el relato, a aquello que no habla. No con palabras, al menos. Gracias a estas cabras, a este inolvidable perro pastor, el espectador de Le quattro volte tal vez salga del cine convertido en iniciado en lenguaje animal. Se supone que también en el de plantas, árboles y minerales, pero eso es más difícil de verificar.
¿Qué muestra Le quattro volte, qué sucede en ella? Muestra uno de esos pueblos que tanto se ven en Italia y España, que allá por la Edad Media algún señor feudal construyó fortificados y en lo alto de una ladera, para ver de lejos al enemigo. En él hay un pastor anciano, cansado, dueño de una tos seca, que no para. La combate con una medicación poco ortodoxa: el polvo que la señora de la limpieza levanta todos los días del piso de la iglesia y que le sirve, oración de por medio, en un cuidadoso paquetito. Algo sucede y el protagonismo del pastor cede paso al del rebaño, imponiéndose, de allí en más en la estructura del relato, un efecto dominó. Dentro del rebaño, las crías; entre ellas una que se extravía en el bosque, pasando la noche junto a un árbol. Arbol que los pobladores del lugar talan para celebrar una fiesta anual que debe suponerse longeva. La fiesta termina, el árbol se corta, se troza, se convierte en carbón: cierre del ciclo, que como Frammartino señala, invierte el que la naturaleza recorrió, desde el origen del mundo hasta la aparición del hombre. Ese ciclo es también el de las estaciones, que pautan el relato. Y uno narrativo, en tanto la película finaliza allí donde comienza.
Para que la mirada se concentre e intensifique se requieren planos fijos. Sólo cuando es estrictamente necesario, una corta panorámica hacia un lado y vuelta hacia la posición inicial. Es lo que sucede en el asombroso, memorable plano secuencia en el que –desdiciendo esos comentarios típicos, de que en esta clase de películas “no pasa nada”– pasa de todo. Personas disfrazadas de romanos bajan de una camioneta, por una callecita baja una procesión de vía crucis, el perro no los deja pasar por delante de su territorio, hay un choque, se rompe la valla del corral, el rebaño se escapa... Todo, visto desde un único emplazamiento de cámara. El mismo desde el cual, a lo largo de toda la película, Frammartino suele observar la entrada del pueblo. Total economía de medios y un amplio fresco ofreciéndose a la mirada, para que el espectador fuerce la vista y elija dónde poner atención. Un panorama como el que los pintores del quattrocento solían pintar de fondo, para recortar mejor en primer plano alguna figura de poder. Pero este otro Michelangelo invierte esa relación, trocando humanismo por animismo y majestad por una democracia que no es sólo ecológica. ¿Qué hay si no más de democrático, en términos visuales, que un espectador eligiendo dónde y cuánto mirar, como Le quattro volte mueve a hacer?