Un film que respira con naturalidad
¿Cuánto hace que una película --al menos desde lo que la cartelera comercial supone - no se detenía, por ejemplo, a respirar? A inhalar y exhalar, con el viento como caricia de árboles. Más balidos que resuenan y lamentan (y esto es, de veras, estrictamente así). Y una tos continua, de pastor de muchos años, quizá tantos como los que el pueblito calabrés tenga. El mismo realizador, Michelangelo Frammartino, ha pasado su niñez en un ámbito como el que registra, y esto es algo que se nota porque la cámara, como si de una habilidad simple se tratara, es capaz de desaparecer. El realizador sabe dónde filmar, cómo esperar, qué mostrar. Básicamente, el film se estructura desde planos fijos, imperceptiblemente inmóviles, con una profundidad de campo que llega hasta la nitidez de las nubes. En todo esto es donde puede elegir perderse, así como encontrarse, la mirada del espectador.
Hay también una historia, una línea que atraviesa lo que se cuenta para volverse círculo y atender al mismo título: cuatro veces, cuatro estaciones, el ciclo como manera vital natural. Es así que la película avanza en su devenir y vuelve sobre sí, allí cuando el hacha y el fuego transforman al árbol, cuando la vida vuelve a la tierra, sea tanto en el horno de carbón como en el ataúd que guarda al pastor o, quizás, desde la olla que encierra a los caracoles.
Se decía que el film respira, y esto es así, no hay manera de poder decirlo diferente. Como si la pantalla del cine ensanchara sus límites, dispersara sus cuatro lados, y provocara un redimensionamiento del lugar. El film respira, en algunos momentos también se detiene. Y vuelve a tomar aire desde otro personaje, desde otra instancia, todas ligadas entre sí: pastor, cabras, perro, árboles, ritos, carbón.
Un polvito mágico podría ser la clave de tanto misterio hermoso, barrido y guardado desde la luz que destilan los vidrios de iglesia, ingerido por el pastor para la cura de su tos. Tierrita que sobrevuela y desciende y se mezcla con agua en los intestinos: hasta la mínima partícula se liga y comunica con lo demás, así como el lamento del cabrito o el ladrido del perro sabrán provocar tanto como cualquiera de las demás acciones.
Se ha señalado respecto del film que el uso de la palabra cede ante lo que para decir tiene la naturaleza, el mundo animal, el caminar de la hormiga. Algo que, extraordinariamente, ocurre. Luego de la proyección prevalece la sensación de que han sido tres, o cuatro, las palabras dichas a lo largo de toda la película, tanta es su armonía.
Tanta es su sensibilidad, tanta su presteza, que es capaz de lograr que, desde la comodidad de la butaca, el espectador conozca el sonido de la propia respiración.