Lo bello y lo triste
Lacónico y lírico filme, en un pueblito italiano.
Existen, al margen de leyes de mercado y colonizaciones de gustos cinematográficos, películas hechas desde la sensibilidad y las entrañas. Desde la delicadeza artística. Películas que demandan ser sentidas, disfrutadas, como una poesía. La materia de Le quattro volte , melancólica y luminosa representación de los ciclos de la vida -humana, animal, vegetal, mineral-, es el lirismo. Su escenario: un pueblito medieval italiano, fuera del tiempo y del espacio, cuyas atmósferas y ceremonias conmueven de un modo casi físico, sin necesidad de palabras.
La estética de Le quattro..., en la que predominan los planos largos, lejanos y estáticos, y una dolorosa belleza natural, nos remiten, por ejemplo, a El cielo gira , de Mercedes Alvarez: es decir, a Víctor Erice. Sólo que la película de Michelangelo Frammartino funciona como una extraña ficción construida sobre la realidad. Empieza con un viejo un pastor en el crepúsculo de su vida. La secuencia de su muerte, en la que sus cabras van entrando a su casa y subiéndose a los precarios muebles, resulta tan documental como onírica, tan realista como surrealista. El cierre de la tumba, filmado desde adentro, y el posterior nacimiento de un cabrito marcan los saltos cíclicos que propulsan a esta pequeña joya.
Hay planos secuencia de rituales religiosos y sociales, que bien podrían pertenecer al fino costumbrismo -de rescate de tradiciones- de El árbol de los zuecos , filmados con toques de humor físico, espontaneidad, distanciamiento, ausencia de diálogos y una sutil edición de sonido: a lo Jacques Tati. Algunos encuentran, además, alegorías metafísicas o esotéricas. Metáforas sobre la migración del alma. La interpretación -innecesaria para disfrutar la película- se abre a la subjetividad de cada uno.
Lo indiscutible es que asistimos a un ínfimo milagro: el modo en que Frammartino parece manejar a la naturaleza, hasta en sus mínimos detalles, en favor de su cine. El filme discurre circularmente. Al final, nos queda el sabor agridulce, delicioso, de haber sido testigos de un mundo a punto de desaparecer. Y el alivio de sentir que esa clausura puede ser también un principio: el falso consuelo individual que nos otorgan los ciclos naturales y los verdaderos artistas.