En los últimos años nos enteramos de que existía el cine paraguayo gracias a 7 cajas, Las herederas, Luna de cigarras o Los buscadores, películas sorprendentes, según el caso, por su temática, su sentido del humor o sus formas narrativas. Para su debut como director, Arnaldo André eligió contar una historia con tintes autobiográficos que transita por otros carriles: de narración convencional, apela al costumbrismo melancólico al estilo italiano de Cinema Paradiso o El cartero.
Esta coproducción con Argentina -filmada en 2013 y estrenada tardíamente por problemas burocráticos- transcurre en 1955 en el pueblo paraguayo de San Bernardino. Justino es un chico que, a punto de entrar en la pubertad, pierde a su padre y debe salir a trabajar como cartero para ayudar a su madre y sus hermanas, a la vez que entra a un colegio alemán para terminar la primaria.
Desde su mirada infantil vemos un retrato cariñoso de los distintos personajes del pueblo: el comisario torpe y sus inútiles ayudantes, el peluquero (argentino y peronista él), el idiota del pueblo, la maestra de ascendencia alemana.
Sin dejar de lado toques humorísticos, con un estilo más antiguo que clásico y cierta tendencia al pintoresquismo y la idealización, André recrea la vida cotidiana de este enclave veraniego fundado por inmigrantes alemanes a fines del siglo XIX a orillas del lago Ypacaraí, a 40 kilómetros de Asunción: una distancia que en los años ’50 bastaba para que San Bernardino mantuviera su ritmo de aldea periférica.
Las lavanderas en el río, bueyes tirando de carromatos, el correo que llegaba semanalmente, los chicos jugando descalzos por las calles. Son postales folclóricas que se entremezclan con alusiones a las tensiones políticas de la época -la persecución a los liberales por parte de los colorados y la dictadura de Stroessner, la influencia del peronismo de la mano de la beneficencia de la Fundación Eva Perón- y constituyen el telón de fondo de las andanzas de Justino.
El chico se convierte en involuntario mandadero entre su maestra (Julieta Cardinali) y un misterioso alemán (Mike Amigorena), un romance que aporta suspenso, pero al cabo resulta un endeble núcleo dramático para una película donde lo mejor es el contexto.