Pobres pero honrados
Jueves en el Abasto, día de estrenos gratis (y me apuro a decirlo porque no quiero que se piense que gasté cincuenta pesos en estas películas; gasté casi cinco horas, eso sí, pero tiempo es lo que todavía tengo para perder de vez en cuando, eso que se llama juventud o masoquismo, como ustedes prefieran). Sex and the city 2 en el contexto Buenos Aires 2010 es una infamia, no hay otro modo de decirlo. Indignación por asistir a la destrucción de lo que alguna vez fue una serie más o menos interesante –con mucha ropa, sí, pero si hay algo que reconocerle al cine y la televisión norteamericanas es la velocidad para poner en discusión ciertos temas “actuales”, con bastante ligereza, es verdad, pero con la astucia de aggiornarse con una rapidez de bólido para seguir vendiendo y de paso sumar consumidores a paladas porque ahora hay un producto con el que se sienten “representados”, y sin embargo, sin embargo, de vez en cuando salen cosas provocadoras de ese menjunje cuya base está en la básica pregunta “¿Cómo podemos hacer plata?”- y sobre todo mucho aburrimiento porque la verdad, en esta no película no pasa nada.
Igual eso lo dijo todo el mundo, pasemos a otro tema, no sin un par de consideraciones previas: Carrie es ahora un triste testimonio de la inutilidad de prologar el cuento de hadas más allá del “Y vivieron felices para siempre”, porque acá se la muestra casada hace dos años con ese poster que es el señor Big y que resulta que puertas adentro no quiere otra cosa que tirarse en su sofá –toda una institución, el “couch”- para leer el diario o mirar tele en la cama. Ella, tristísima, insatisfecha hasta la hinchapelotez, se desespera porque ahora que son ellos dos solos deberán trabajar hasta la muerte para mantener la “chispa”, como una especie de laboriosa felicidad póstuma. El problema central en esta cosa televisionada de dos horas y media –aunque ya no tenemos catorce- es que ella le da un beso a otro chico, imagínense eso. A Miranda y a Charlotte no les pasa nada, aunque se trate de usarlas para poner en escena pobremente ciertos problemillas que ni con calzador entran en un zapato feminista: tener hijos es difícil, ser mujer y trabajar en un estudio jurídico también, pero con ponerle un poco de onda ya estamos salvadas. Samantha es una caricatura cincuentona que da lugar a chistes de un grado de burdez (¿existirá “burdez”?) más dignos de la Moria Casán de los ochentas, como cuando aparece un musculoso bronceado canchero andando en jeep por el medio del desierto y ella se refiere al galán en cuestión como “Lawrence of my labia” o algo así, que se traduce en el subtitulado como “Lawrence de mi conchabia”. Enough is enough.
Todo en el escenario de la inmunda Abu Dhabi, una Las Vegas sin onda a la que viajan para desfilar trapitos estampados en el medio del desierto y para descubrir que ser mujer es tan maravilloso en el oriente como en occidente porque gracias a la globalización, las chicas árabes llevan la colección primavera completa de vaya a saber qué diseñadores cachivachosos y cambalacheros de Niu Iork abajo de sus velos negros. Auch. Por todo esto no me extrañó nada que Legión de ángeles, la segunda película del jueves, empezara con la voz en off de una niñita que recordaba cómo la madre le había anticipado el fin del mundo –que tiene sus antecedentes como todos saben en el diluvio universal, cuando dios se pudrió y decidió que “Hay que matarlos a todos”- en el que dios volvería a destruir a la asquerosa humanidad que tuvo el desatino de crear porque “He´s tired of all this bullshit”. De más está decir que después de No sex and no city yo estaba más que dispuesta a contemplar un buen apocalipsis, por lo cual me puse a la tarea de gozar como loca todo el delirio pseudoreligioso y pasarla re bien.
Legión de ángeles podía haber sido una buena película, y si no vean esto: todos los personajes que interesan están reunidos en uno de esos dinners tan norteamericanos y que tanto bien le han hecho al cine, en medio del desierto. Está la chica embarazada en cuya panza a punto de ebullición se está gestando el Mesías –no se sabe muy bien en qué consiste la condición mesiánica de este nenito que debe guiar a la humanidad por la senda que mejor convenga basándose en el desciframiento de unos tatuajes en el cuerpo de un ángel, sí, bueno, pero por favor sigan leyendo. Está el chico enamorado secretamente de la Virgen María, y que más tarde sabremos que es el verdadero redentor porque es tan bueno pero tan bueno que se arruina la vida por ayudar al padre y sigue como un perrito a la chica que no lo quiere y que espera un infante de otro hombre –y ahí tienen el concepto supremo de bondad, más claridad échenle agua, o préndanlo fuego, como más les antoje. También está Dennis Quaid, que es el dueño del dinner y un personaje bastante zoquetón, más un negro que cae en la volteada y que debe andar en algo raro porque lleva un arma pero que también va a redimirse, más una pareja insoportable con hija adolescente de pollera cortita que resolverá la relación con su mamá después de que al papá le coma el cuello un zombie y se desangre hasta la muerte.
A ese lugar llega, en la mejor secuencia de la película, la que promete todo, una adorable ancianita de pullover rosado que viene manejando un auto re canchero, entra al local, pide un bife bien crudo, mientras las moscas recorren el churrasco sangriento le pregunta a la moza por el bebé, y con su dulce vocecita tira la mejor frase de toda la película, “Your fucking baby´s gonna burn”, después de lo cual procede a convertirse en una mezcla de zombie con vampiro con perro, trepa por las paredes y pretende matarlos a todos, si no fuera porque justito justito llega el ángel Miguel en su figura humana –Paul Bettany en versión Terminator- con una camioneta llena de ametralladoras para proteger al niño. Porque el tema es así: dios es un forro, y como está podrido de la humanidad esta vez se decide por mandar a matar al Mesías, misión que le encarga al ángel Michael. Pero Michael, que tiene fe en la humanidad y que la amó desde un primer momento, elige desobedecer y en cambio viene a proteger al bebito. Todo estaría bien si no fuera porque el ángel Gabriel, que es igual de forro que dios y además un chupamedias cumplidor acrítico, se viene al humo para matar a Michael, al futuro Jesús y a todos los que pueda, y porque además hay un ejército de zombies –ángeles que han poseído a los humanos- que desde todos los puntos del planeta o los Estados Unidos marchan por el desierto hasta rodear el dinner en cuestión y deben combatirse ametrallando desde la terraza de lo lindo.
Hasta ese punto el mamarracho es una fiesta; después, como dijo Santiago, todo se pone serio y sigue la sucesión de peleas, reconciliaciones, redenciones y discursos salvamenteros que se reducen a la idea fundamental que atraviesa tantas pero tantas películas: “There´s still hope”, “¿You think there´s still hope?”, “Oh my God, there´s no hope”, etc. hope etc. Un merecido poroto para las alitas de los ángeles que son blindadas y dan lugar a peleas a cuál más insólita como cuando Gabriel convertido en una especie de Kohinoor se envuelve en las propias alas y gira a toda velocidad para repeler una balacera, ¡piung piung piung piung! Mucho más divertida –a veces involuntariamente- que Sex and the city 2, un poco osada en su versión de un dios con pocas pulgas y lugarcomunesca en sus ideas sobre bondad boba y fe en la humanidad porque “mientras quede un solo tonto que se deje pisotear”, Legión de ángeles también se lleva las palmas por una de las escenas más berretas (y no en el buen sentido) de la historia del cine: la conversación entre Miguel y Gabriel, en pleno cielo, en una especie de edificio acartonado donde se supone debe vivir dios y con un poster digital entre dorado y celeste como fondo.
Torpísima sofisticación circular, Legión termina con la misma frase en off con que empezó, y la María-2010 salvada y ya parida ahora devenida guerrillera de la salvación mundial que empieza con una pequeña y juvenil familia en un auto lleno de ametralladoras y con pañuelo-Rambo como vincha vuelve sobre la idea de que si a dios se le antojó destruirnos a todos sería porque estaba cansado de toda esta mierda (“tired of all this bullshit”, como dije), palabras que se revierten sobre esa tarde en el cine y tanto más porque al salir de la sala tuve que cruzar un hall donde detrás de afiches de los personajes de Prince of Persia con esa cara de enojados que todos tienen ahora se ocultaban unas esculturas de palacios y no sé qué minaretes hechas con arena de las que la gente tomaba fotos con sus celulares. Si dios existe y es así de pocas pulgas y quisiera destruirlo todo una vez más, sólo cabe esperar que empiece por el shopping. Y si quieren ver películas les recomiendo el Malba, algún Arteplex o el ciclo de noir de la Lugones.