"Legítima defensa": el drama de un hombre con culpa
En el curso de una investigación de asesinatos aparece una empresa cerealera que cuenta con un largo historial de enfermedades y muerte.
Legítima defensa es una película coherente. Coherente en tono, estilo, actuaciones, tiempo de duración de cada plano. Habrá quien piense que es demasiado grave y sin duda gravedad no le falta, así como un tono ominoso que tiene que ver con lo que sucede. Pero ¿quién determina qué es demasiado, justo o demasiado poco? Lo determinan, en tal caso, las intenciones y el conjunto de la puesta en escena, que aquí se ajustan en función del relato.
Policial con dos investigadores que puede recordar a exponentes escandinavos del género y sobre todo, por su tonalidad dark, a True Detective, a diferencia de la serie escrita por Nic Pizzolatto, la ópera prima de Andrea Braga le ahorra al espectador las pomposas disquisiciones filosóficas. Aquí la cosa es más práctica, más factual. Eduardo Pastore (Alfonso Tort) es un fiscal que debe (y quiere) volver a su ciudad natal para investigar un asesinato, luego dos y finalmente un tercero. Es raro, porque los cuerpos aparecen con sangre pero sin signos de lesiones (aquí hay una pequeña trampilla a la que hay que pasar por alto). Como todo investigador, Eduardo se investiga a sí mismo, y en esa investigación interna ocupa un lugar prominente el modo en que abandonó la ciudad y su familia. Junto a él funge un amigo, el joven comisario Ramiro Sartori (Javier Drolas) y la pareja de éste, Paula (Violeta Urtizberea), que buscan un hijo sin conseguirlo. De pronto aparecerá, en el curso de la investigación, una empresa cerealera que cuenta con un largo historial de enfermedades y muerte, como consecuencia de fumigaciones ilegales.
Cuando se habla de tono debe entenderse también el tono de la fotografía, en clave baja, y de las vestimentas, oscuras, frecuentemente amarronadas, lo cual comunica tanto o más que cualquier diálogo o giro de la trama el clima triste y derrumbado del relato. Un detalle de puesta en escena -el tono de la fotografía y los atavíos- que no suele tenerse frecuentemente en cuenta, y que aquí hace al todo. Tanto como ciertos detalles: el sentido de una de esas esferas de cristal que puestas boca abajo dejan caer nieve falsa, muta trágicamente en función del relato. Es loable también el modo en que Braga “corre” el film del género policial, eliminando tanto el uso de armas como la visión de los muertos, que son mencionados pero nunca vistos. De este modo, lo que queda es el drama de un hombre que siente culpa, y de una ciudad en cuyo seno se halla instalada una empresa criminal. Tal como en realidad sucede aquí y ahora, en la Argentina y en el mundo.