El axioma femenino de Jia baila. Zhao Tao, la mujer de todas sus películas, se mueve para la izquierda y la derecha mientras un travelling hacia delante se acerca a ella y a todos los bailarines que la acompañan. Es una fiesta, y ella conduce el trencito danzarín. En ese momento se escucha un tema musical: Go West, de Pet Shop Boys. Son planos lacónicos pero precisos. La escena cuenta con unos 5 o 6 planos y sintetiza un momento en el tiempo: el fin del milenio, o la cercanía del fin. Es 1999. Y ahí están en la calle dos hombres con enormes máscaras de dragón que se mueven anunciando el cambio del calendario.
Dividida en tres capítulos, el que se circunscribe al siglo pasado dura unos 40 minutos. Después vienen los créditos. Sí, “un film de Jia Zhang-ke”. Hasta ahí, todo gira en torno a un triángulo amoroso, pero uno que dista de ser equilátero. Zhao Tao se debate entre dos amores: uno es el dueño de la mina de carbón; el otro, un empleado de éste, aunque curiosamente son buenos amigos. Tao no es justamente una histérica; su indecisión es apenas inescrutable, y si bien se puede inferir que la elección por el acomodado Jinsheng pasa por una vida material sin sobresaltos, no hay razones valederas para entender que responde a un interés económico.
En ese segmento hay pocos elementos que escapen al melodrama, pero Jia nunca ha dejado de concebir que toda expresión afectiva pertenece a una coordenada simbólica que tiene lugar en un orden social y económico específico. En una salida de los tres, el lugar preferencial que ocupa el automóvil que recién ha adquirido Jinsheng indica una nueva era en la economía china y un fetichismo de la mercancía revisitado. La realidad material nunca deja de estar insinuándose a partir de los objetos, el mobiliario, los espacios públicos y, fundamentalmente, la relación que se establece entre los personajes y con el dinero. La visibilidad del dinero es una constante en las películas de Jia, al igual que la arquitectura y las transformaciones del espacio como extensión de un sistema económico. En el inmueble y su relación con el espacio se lee siempre la transformación histórica en un signo concreto. En varios cierres de escena, ya desde el principio, se privilegia una panorámica en la que se puede divisar la disposición del espacio urbano: la mina, la ciudad y los fuegos artificiales. Distan de ser planos de transición.
Hay algo más: Mountains May Depart insiste no solamente con cambios de formato (arranca en 4:3, luego pasa a 16:9 y culmina en un formato que desconozco), según el tiempo histórico, sino que también Jia experimenta con la textura de la imagen digital. Hay capas de nitidez que se intensifican, en líneas generales, cuando hay un paso de la acción de los amantes a una representación colectiva en la que el pueblo toma el lugar central. En ciertos pasajes, además, el plano se pliega desfigurándose, a veces en simultáneo con un peculiar desenfoque heterodoxo que sugiere un enrarecimiento en la confiabilidad de la percepción. El procedimiento poético se resiste a una interpretación inequívoca, pero no hay en estas elecciones formales ningún elemento del acaso. Es programático. En ese mismo primer capítulo, en una caminata de Tao por la ruta, una avioneta se estrella estrepitosamente a pocos metros de la protagonista, un accidente que se agota en su misma ejecución y que remite directamente a Naturaleza muerta, cuando un edificio literalmente despegaba como si se tratara de una nave espacial. Este evento catastrófico tampoco es identificable en tanto que signo a ser entendido fácilmente respecto de la trama. Parece un capricho, y a su vez no lo es. Quizás se trate de una forma de percepción histórica en la que la conciencia individual experimenta las transformaciones históricas en China como si se trataran de ataques violentos del presente. Aquí, los aviones caen de los cielos, y todo es susceptible de desaparecer frente a la marcha de la Historia.
El fin del primer capítulo culmina con el casamiento de Tao y la compra de un perro, una raza que según el veterinario vive por unos quince años. De ahí en adelante la película salta en el tiempo, hacia la época de la edad terminal de ese perro que había sido adquirido unos años antes. El pretendiente proletario, por su parte, se ha casado con otra mujer y ha tenido un hijo. Además, tiene cáncer. ¿Morirá? Jia elige dejar en fuera de campo el destino de ese hombre emocionalmente devastado. El reencuentro con Tao no será amoroso sino menesteroso. Ella pagará el tratamiento. A su vez, Tao también ha tenido un hijo, a quien no ve, porque su matrimonio con Jinsheng se malogró. La vida en 2014 no es sencilla y permite descubrir otra dinámica económica que envuelve a los personajes. Un tren bala, teléfonos ultramodernos, automóviles carísimos, un capitalismo dinámico global altera la totalidad de las prácticas sociales. Un viejo minero, por ejemplo, está por migrar a Almaty. Es que ahora las primeras que emigran al extranjero son las empresas chinas, conquistando de ese modo otros territorios y mercados. La precisión de Jia para combinar elementos diversos en la puesta en escena es indiscutiblemente medida. No inventa detalles, más bien reúne signos volátiles que en su conjunto enuncian un tiempo específico. Y a la vez no renuncia a un orden de indeterminación sobre lo que cuenta, sostenido en una forma de dimensión poética que matiza el peso del calendario. La total indefensión de Liangzi, el otro candidato, resulta apabullante. La Historia lo devora. La breve caminata en la que él se encuentra con un tigre es la síntesis de una época. Se trata de un intercambio misterioso, una escena que se desmarca, como la del avión, de la propia percepción de la cotidianidad y la lucha continua por la supervivencia. Es un plano de conciencia. El devenir capitalista de China, o esa invención monstruosa de un comunismo de mercado, es un hecho. Una vez más Jia sabe cómo decirlo en un solo acto discursivo, tan cómico como aciago: el hijo de Tao y Zhang se llama Dollar.
El segundo capítulo reúne a Tao con su hijo, debido a que en un viaje el abuelo morirá. El hijo vendrá entonces a despedir a su abuelo y reconocerá a su madre, a quien no ve desde hace años. Tao tiene entonces la dura misión de dejar una huella en su hijo, al que tendrá sólo por unos días. El registro de la lenta evolución de la relación es una proeza. Hay un instante que funciona como una exposición de la pedagogía discreta que Tao ha adoptado para contrarrestar lo que su hijo ha aprendido con su padre, quien planea mudarse junto con su nueva esposa y Dollar al país de los canguros: Australia. La escena en cuestión sucede en un tren. Frente a la pregunta de por qué viajan en un tren de los viejos, la madre responde: “El tren lento te da más tiempo para pensar en uno”. Es una sentencia que reverberará por años.
El tercer capítulo transcurre durante el 2025. Jia abandona China y va en búsqueda de Dollar, que vive hace tiempo en Australia. Ya no habla en chino sino en inglés, y si no fuera por sus ojos rasgados sería imposible identificarlo como un ciudadano chino. Todavía vive con su padre en un departamento ultramoderno y no tiene la menor idea de lo que quiere hacer con su vida. Por lo pronto, su pasado oriental es prácticamente una nebulosa simbólica por la que no tiene interés alguno de recuperar ni descifrar. Durante una clase de chino dice que ni siquiera se acuerda de su madre. En este segmento, probablemente el más desbalanceado y acaso narrativamente apurado, Dollar terminará teniendo una historia de amor con su profesora de chino, una mujer divorciada de un inglés más miserable que el padre de Dollar, una mujer que, por otra parte, podría ser su madre. Este Edipo diferido es un tanto bizarro, aunque verosímil, y Jia lo sugiere cuando ella y él van en un auto y Dollar dice que tiene un déjà vu, escena que está ligada a un viaje con su madre en la infancia. El problema reside que hay aquí una voluntad de marcación semántica más delimitada que en los capítulos precedentes, que tienen mucho más que ver con sus películas precedentes. Esta incomprensible necesidad de reforzar los efectos de las acciones en las conductas se constata en exceso por la presencia de la música extradiegética. En quince oportunidades, unas cuerdas y unas notas de piano abiertas vienen a suministrar un apoyo directo a las imágenes, demasiado poderosas y suficientes para procesar orgánicamente la envoltura sonora.
Pero todo lo que se puede objetar hasta ahí se conjura con el plano de cierre, uno de los más hermosos que ha dado el cine de Jia: Tao sacará a su perro en una tarde de invierno; la nieve cae en un atardecer cerrado, Tao camina un poco y de la nada empieza a tararear y bailar el tema musical que da inicio a la película. El regreso del hijo se anuncia un poco antes pero quedará en fuera de campo. La descripción es inútil porque la vitalidad de ese momento trasciende su transcripción escrita. Es magnífico e inolvidable.
En los pasillos, al salir de la sala Debussy, ya corría el rumor que aquí podría estar la ganadora, incluso cuando la tercera parte era para muchos lo más fallido que había hecho el director en su carrera. Es posible que la habitual perspicacia de Jia no sea eficaz debido al cambio de escenario elegido en el desenlace. Pero he aquí en donde reside la clave de lectura. Si el cine de Jia ha sido hasta hoy una forma de registro de la naturaleza de los cambios de su país a través del espacio –materia en donde se verifica la Historia–, lo que implicaba la puesta en práctica de una poética denominada xianchang, algo así como un uso del tiempo presente entendido como proceso histórico transfigurado en ficción que se extrae de una escena de lo real, Jia se topa ahora con un cambio de naturaleza en la propia Historia. Lo que él intuye en el futuro visto en Australia es acaso una fantasía crítica del devenir chino que tendrá lugar de aquí a unos años: China, como territorio real, será un país americanizado en sus propios términos. La materia del pasado dejará de estar en el espacio, y de una civilización milenaria quedarán vestigios poco legibles, viéndose sustituida por una existencia hipermoderna de tecnologías omnipresentes.
En Touch of Sin hubo un intento de trabajar con el género, de salirse del método de trabajo habitual. En esta nueva película hay una poética que se desea recuperar, pero lo que sucede en China parece reclamar otro método de apropiación. Los saltos temporales y la fuga hacia delante constituyen esa novedad. Hasta hace unos años, el cine de Jia dependía exclusivamente del espacio para poder filmar el tiempo. El espacio, como las extrañas imágenes que se curvan y pierden su nitidez, ha dejado de ser la materia en la que se constata la Historia. La pregunta pasa ahora por cómo filmar el tiempo, que viaja a velocidades imposibles y que se rehúsa a ser mirado en el momento de su duración. El ser del tiempo ya no se encuentra en el espacio. Las dos películas recientes del gran cineasta chino de la Sexta Generación son derivas de una búsqueda sistemática y metodológica por seguir filmando la Historia de su país, cada más enrevesada para dilucidar y filmar.