La aventura del conocimiento
La comedia es un género más que complicado: despreciado por los puristas del buen gusto y el cinema qualité, sobreexplotado por las corporaciones del cine y la televisión, el humor suele quedar atrapado entre los límites asfixiantes de los cánones de la industria, perdiendo la cualidad que se nos ocurre esencial o definitoria, su capacidad de constituirse en un medio liberador, un ariete capaz de romper las estructuras simbólicas que regulan a la sociedad (y al espectador) y llevar libertad (conocimiento) allí donde sólo existía prejuicio, ignorancia o simple sumisión. Semejante aspiración emancipadora es, sin embargo, cada vez más rara de encontrar en nuestras carteleras cinematográficas, acaso porque las películas que suelen cooptarlas hacen casi siempre todo lo contrario (estigmatizan al marginado, afirman nuestros prejuicios), aún bajo cierta apariencia transgresora que nunca garantiza nada (¿acaso un filme como JACKASS puede ser liberador?). Pues el cine no necesita ser explícito ni violento para lograr la emancipación de nuestras conciencias: basta un espíritu de respeto hacia su objeto de estudio para sacudir las falsas estructuras que llevamos a su encuentro.
Un buen ejemplo de comedia sutil y libertaria es Lengua materna, la segunda película de ficción de la cordobesa Liliana Paolinelli (Por sus propios ojos), acaso una de la directoras locales más reconocidas en los últimos tiempos, que por fin llega a las grandes carteleras de nuestra ciudad. Sutil y libertaria porque tanto su tema, y sobre todo la forma en que lo aborda, logran trascender los estereotipos y lugares comunes de un subgénero ya bastante transitado, aunque casi nunca con la honestidad e inteligencia con que lo hace Paolinelli (a pesar de que el afiche de promoción sugiera todo lo contrario). Claro que el tema, como ha aclarado alguna vez la propia directora, no es tanto la homosexualidad como las relaciones entre madres e hijas, o quizás cómo los prejuicios sociales son capaces de condicionar hasta los vínculos más íntimos de las personas. Ya la apertura del filme, de una contundencia ejemplar, dejará en claro su tono y su conflicto central: un diálogo entre una madre y su hija culmina con la confesión de ésta última de su condición de lesbiana. No estamos ante una adolescente pues Ruth (Virginia Innocenti) ya supera los 40 años, y hace por lo menos 14 que convive con su actual pareja, una política en plena campaña para llegar a la Cámara de Diputados (Claudia Cantero), algo que su madre Estela (Claudia Lapacó, en un trabajo consagratorio) ni imaginaba, así como tampoco ciertos secretos que esconde su otra hija (interpretada por la cineasta Ana Katz). La primera escena ya revela así el estado de una relación que la estupefacta Estela no hará más que intentar cambiar a lo largo de toda la película: “Algo mal habré hecho”, se dice a sí misma en la primera reacción, pero poco después saldrá a enfrentarse con sus propios prejuicios, aunque las novedades quizás no sean tan bienvenidas por su hija. Primero, irá a hablar con el cura de su Iglesia pero sólo encontrará indiferencia (o mero rechazo y exclusión), luego comprará cierta bibliografía especializada que le despejará sus prejuicios y no tardará en pasar a aventuras mayores, como asistir a un boliche gay para conocer el ambiente. Lo cierto es que el proceso de aprendizaje de Estela la llevará a inmiscuirse cada vez más en la vida de su hija y su pareja, para descubrir al fin que no es tan perfecta como imaginaba, sino que se trata de vínculos tan complejos como cualquier otro, que su invasión tal vez pueda complicar.
La capacidad formal de Paolinelli se encuentra en los detalles: los encuadres son excelsos pero sutiles, al igual que la composición interna de los planos (en su mayoría medios y fijos), que privilegian a los protagonistas pero pocas veces condicionan la mirada del espectador; el timing para las escenas y varios gags humorísticos es notable, así como también el guión de la propia directora -con algunos diálogos sobresalientes-, y el uso del fuera de campo; hay al fin un respeto casi documental que despeja todo riesgo de costumbrismo para la venta. Su mayor logro, sin embargo, está en la decisión de privilegiar las actuaciones, que en Claudia Lapacó encuentra a una intérprete sublime, capaz de entregar un trabajo pleno de matices, que la coloca entre lo mejor del año.
Por Martín Iparraguirre