ENCIERRO MELANCÓLICO
Libre. Así se siente Giacomo cuando juega con sus hermanos más pequeños en el jardín de la casa, cuando se esconden, comparten secretos, ríen; en la veneración de la ingenuidad propia de la infancia y de su goce. Pero dicha plenitud le será negada en la adultez, donde su cuerpo deformado por numerosas enfermedades, ya casi no le corresponde, al igual que la libertad. Allí, por el contrario, su independencia se reduce a las disposiciones que su padre Monaldo considere adecuadas para él.
Por tal motivo, los hermanos Leopardi – pero sobre todo Giacomo en tanto primogénito– se someten a una vida de encierro y erudición. Ese aprisionamiento, tanto del ambiente como de su propio cuerpo malformado, provoca en él la necesidad de la escritura, de plasmar con la palabra su conciencia de mundo y de sí mismo, aunque sea de manera melancólica y pesimista.
El director napolitano Mario Martone realiza un gran trabajo para componer el encierro del poeta italiano del siglo XVIII desde los silencios, los secretos para con su padre y confiados a sus hermanos, las miradas de complicidad, el afuera que siempre se encuentra lejano y se percibe desde la ventana o, incluso, debido a la correspondencia o la llegada de un visitante (Pietro Giordani). Uno de los ejemplos por excelencia es el desdoblamiento de la escena donde el padre y el tío lo interrogan por su vano intento de escape. En un primer momento, se lo muestra a Giacomo mientras habla de forma pausada y casi monótona. De pronto, se lo ve vivo mientras arroja la silla al suelo y se apasiona defendiendo su reclamo de libertad. Entonces, se retoma su voz calma y la postura sumisa.
Sin embargo, estas operaciones no se continúan en el resto de Leopardi, el joven fabuloso. Por el contrario, tanto en su estancia en Florencia 10 años más tarde como la última parte en Nápoles, la película se vuelve bastante uniforme.
La primera duda es cómo Giacomo consigue finalmente irse de Recanati, su lugar de nacimiento, hacia Florencia. Jamás se sabe puesto que se resume con la leyenda “10 años más tarde”. De la misma manera, su familia queda relegada al olvido, con excepción de la parte donde escribe a su madre para pedirle una suma mensual, la breve reaparición del tío o la evocación de sus hermanos y la infancia tan querida.
Lo mismo ocurre con la introducción de un nuevo personaje: Antonio Ranieri, su amigo y confidente. Tampoco queda claro cómo se conocen ni el por qué de la devoción de Ranieri por su bienestar y el cuidado de la frágil salud del artista.
La mirada de Martone sobre el personaje se torna repetitiva y, en cierto punto, agobiante: si antes era su padre quien enmarcaba el estancamiento, ahora es el propio poeta quien se resiste al mundo sumido en el pesimismo. Giacomo jamás consigue la felicidad, ésta pareciera haber desaparecido con la adultez y ni siquiera sus versos logran aplacar la melancolía, por el contrario la subrayan.
Resulta curioso cómo una de las breves escenas de salón literario se vuelven como un guiño sobre este asunto: uno de los hombres manifiesta la importancia, belleza y dificultad del estilo pero que, al mismo tiempo, lo homogéneo produce aburrimiento.
En efecto, esta es la paradoja del director y de Leopardi, el joven fabuloso: se deja llevar por la melancolía pero no la construye desde lo poético o como estilo de autor, sino a través de la soledad, de la confrontación con la naturaleza o la exhibición de un cuerpo cada vez más enfermo. Ni siquiera se evidencia la fuerza de la concepción artística en los fragmentos donde Giacomo – presente o como voz en off – recita sus versos. Por el contrario, las palabras se diluyen y parecen dichas con pasividad, incluso desencanto.
Lo homogéneo se convierte, entonces, en el peor encierro de Leopardi… y lo devora de la misma manera en que la espalda de Giacomo se arquea cada vez más por el peso de la joroba. Según el poeta, existen dos cosas: la vida y la muerte. El problema del filme es haberse quedado en el medio de ambas y no decidirse por ninguna de ellas.
Por Brenda Caletti
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