Sublime eco de una escritura lunar
A partir de una narración modelada desde los silencios, el ritmo poético y las miradas, el realizador napolitano Mario Martone invita a visitar el infinito universo del poeta y filósofo Giacomo Leopardi, en un film inolvidable.
Recuperar el silencio, la mirada hacia el cosmos, el trazo de una escritura que se plasma en la solitaria noche, a la luz de una vela. Y desde la ventana de la casa paterna, allí en la neblinosa y conservadora tierra de Recanati, escapar a través del acto de la creación.
Desde voces que se consolidan como mandatos, desde una mirada que sigue de manera vigilante y opresiva el paso de los hijos; descendientes de una aristocrática familia, ortodoxa en sus dogmas religiosos, ajenos a los llamados ecos que se proyectan desde otras latitudes -Inglaterra, Francia, Estados Unidos, asoman en su espíritu libertario -, el primogénito de la familia, cuyo deseo paterno es el de abrazar la carrera eclesiástica, escapa en sus fabulaciones interiores, en sus soliloquios, en sus escritos animados por una fuerza desafiante, en sus continuos intentos por escapar de esa prisión familiar.
En este tan esperado film, Leopardi, el joven fabuloso, del realizador napolitano Mario Martone, la secuencia inicial nos lleva a los días de la infancia, en el que el joven Giacomo juega a las escondidas con sus hermanos Carlo y Paolina. En esa ráfaga, en la que el jardín paterno asomará tiempo después en uno de sus Cantos, la felicidad se descubre en el juego, en el movimiento de los cuerpos, en un escenario en el que una arcádica naturaleza les brinda a esas jóvenes criaturas el espacio ideal que permanecerá por siempre en la memoria. En una de sus páginas, años más tarde, Leopardi escribe: "Sólo viven hasta el día de su muerte aquellos que pueden permanecer niños toda su vida".
Un joven Leopardi asombrado, disidente con las ideas pragmáticas y las falsas consolaciones de su tiempo; un poeta y por ello un filósofo, es lo que hoy nos brinda como un acto de amor la sublime actuación de Elio Germano, a sus 33 años, de este poeta rechazado en su propia época, desplazado en los años del fascismo por su ausencia de férrea virilidad, burlado por su aspecto físico y por su itinerante melancolía. Una melancolía que igualmente despierta en un acto de enfrentamiento, de ataque a los conformismos, de desnudar y poner en crisis el concepto de infelicidad, a través de su sutil pero no menos frontal ironía. Su alma romántica trasciende las épocas y anticipa, desde sus interrogantes y desde su propio cuerpo herido y diferente, a los escritos de otros dos creadores "malditos", rechazados, olvidados: Dino Campana y Pier Paolo Pasolini.
Presentado este film en el Festival de Venecia del año 2014, aplaudido por los públicos presentes, el film de Mario Martone no obtuvo reconocimiento oficial alguno. Y pese a estar nominada en catorce categorías para el premio David di Donatello no recibió galardones. Y es que debemos pensar que las voces de Giacomo Leopardi apelan a los aspectos más íntimos, existenciales, de la conducta humana, que subrayan la figura de los diferentes en un mundo en el que se habla de una trucada y artificiosa idea de igualdad. Los escritos de este "joven fabuloso" nos llevan al grupo de los elegidos de la época, que marcarán un veredicto en los días de su arrinconada juventud. Y ellos, en nombre de una sapiente élite que se muestra atenta a las exigencias de su tiempo, con el pulso firme guiado por un tonto optimismo, impugnarán también sus escritos.
Desde los días de su soñada infancia, un joven Leopardi se refugiará entre los setos, con la mirada dirigida hacia ese infinito, desde su condición de prisionero de tensionantes silencios, miradas esquivas y reproches. Su deseo se plasma en el acto liberador que trasciende los horizontes, que busca el punto de encuentro de otras geografías y que confirma, simultáneamente, la fragilidad y la soledad del hombre. Un Leopardi que desde ya niño, a espaldas de las miradas de la silueta de las centinelas, dialoga con la luna, quien será su fiel interlocutora en su silenciosa presencia.
Desde su mezquina y beata Recanati, desde ese medio familiar que se mide por actos de cobarde prudencia, el joven Giacomo encontrará en la voz de su nuevo mentor y maestro, Pietro Giordani, la posibilidad de abrirse hacia otras tierras, movido por una incesante escritura. Y serán las ciudades de Roma, Florencia, Nápoles, tras los enfrentamientos con el medio familiar -un celoso padre, una despótica madre - los esperados escenarios de un despertar tardío; que lo podrá llevar a degustar en soledad, sabiéndose amado, su tan añorada copa de helado, pese a los consejos médicos.
Una reconstrucción a la manera de un tiempo de evocaciones, en esos espacios de la Italia de hoy que mantiene vivos sus días del pasado en cada uno de sus rincones, es la que nos ofrece hoy, generosamente, este realizador de mediana edad, que, en el momento del estreno del film recordó a la prensa que "la unidad de Italia nació en la mente de los poetas". Y ya desde los tiempos de Dante, admirado por nuestro amado Giacomo, el sueño de la unidad italiana estuvo presente en numerosos humanistas.
Leopardi sueña él también, como tantos que lo precedieron con ese sueño que se anima en sus escritos. Desde su habitación en Recanati, desde el salón de la biblioteca de su padre, el Conde Monaldo, el joven Leopardi desea escapar de los estados pontificios y pensar en la Italia unida. No pudo llegar a vivir este momento, falleció, dolido por la enfermedad, agonizando, en Torre del Greco y días después en Nápoles, un 14 de junio de 1838. Faltaban algunos años todavía para alcanzar el deseo de estos poetas.
En ese último gran período de su vida, luminoso e igualmente melancólico, Giacomo Leopardi conocerá en Florencia, en 1830, a quien pasará a ser el gran amigo de su vida, Antonio Ranieri; ese joven al que no dejará nunca de admirar, y a través del cual vivirá sus "propias" historias de amor. Ranieri le brindará esa fuerza y vigor, ese carácter de hombre libre y amante, que Leopardi no reconocía en sí mismo. Junto a su hermana Paolina, Antonio Ranieri será el auténtico amigo que lo comprenderá hasta más allá del final de su última hora. Y en la base de la escultura fúnebre de su amigo Giacomo, Ranieri hizo tallar los tres símbolos de los antiguos: la lámpara; el pájaro de Minerva: el búho y la serpiente rodeada por un círculo.
En el inolvidable y sublime film de Mario Martone, dejamos al poeta ante el temblor del Vesuvio, frente al cual Leopardi nos hará llegar algunos de los versos de ese poema escrito en la primavera de 1836, en la soleada Torre del Greco: "La ginestra o la flor del desierto". En ella se ausculta el puro acto de un sentir filosófico ante la dimensión cósmica que despierta en el irrefrenable grito de la Naturaleza. Y la finitud, la soledad, la lucha interna de nuestra condición humana.