MEMORIA VERANIEGA
Un romance en blanco y negro. En verdad, la articulación de dos grandes historias de amor complementarias cuyo recorte subraya esa primera fase del enamoramiento, donde conviven la idolatría con un constante cosquilleo o la fascinación con amplias dosis de rebeldía; sensaciones efervescentes y poderosas, a veces, opuestas que terminan por impregnarse tanto en la piel como en las fibras más hondas para volverse eterno. Por un lado, el vínculo entre el rock, las influencias occidentales, el público y la cultura soviética en los años previos a la Perestroika, durante un verano crucial para la gestación de artistas de culto, himnos y nuevas olas musicales. Por otro, el triángulo amoroso entre Mike Naumennko, fundador del grupo Zoopark, su esposa Natasha y Viktor Tsoï, gran admirador y futuro ícono ruso. Un encanto que excede caprichos o cuerpo y reside en la pureza para percibir al mundo, para experimentar con él o para ponerlo en evidencia. Porque, según Leto, la mayor virtud es el doble poder de la creación artística: como estado de libertad y como restaurador de la creencia.
Por tal motivo ambos relatos encuentra en el despliegue contrastivo de las personalidades de los cantantes, generacional, del lenguaje y de las fronteras entre oriente y occidente, dicho carácter duplicado hasta el punto de desdibujar los límites que parecían tan marcados y coquetear, incluso, con el coming of age. Tal es el caso de la playa en la que se conocen los tres. Viktor, seguidor de Mike, lo saluda con distancia y no termina de interactuar con todos los jóvenes que disfrutan del baile, las canciones y el alcohol. Sin embargo, charla a solas con Natasha y ambos parecen entenderse. Al anochecer, la mayoría se desnudan para entrar al mar, mientras que la pareja los mira entre risas y Viktor imita durante pocos segundos los gestos se sacarse la ropa cerca de la fogata y luego contempla a los demás. Esa tarde de verano se convierte en un no lugar atemporal –sin tomar en cuenta el vestuario– donde un grupo comparte gustos, ideales, sensaciones, naturaleza, identidad. O en una ciudad en la que apenas se consiguen objetos internacionales, el inglés parece filtrarse entre la cotidianidad de un viaje en tren, en un regalo especial o en las influencias de los álbumes de David Bowie, Led Zeppelin o Blondie.
De igual modo, Kirill Serebrennikov trabaja la plasticidad de la imagen. Sin previo aviso, brotan algunos colores, dibujos, letras en negrita, animaciones, efectos visuales y personas cantando que convierten por unos cuantos minutos a la película en un videoclip. Por ejemplo, el tema de Iggy Pop The passenger durante el viaje en tranvía de Natasha y Viktor con una taza de café importado y el plato haciendo de tapa para mantener el calor. Al final, un joven da vueltas en bicicleta y mira hacia la cámara afirmando que eso no sucedió así; gesto reiterativo en cada tema con la misma frase. El director se vale del juego para reafirmar también desde la imagen las restricciones del estado y la falta de libertad de las nuevas generaciones así como la marcada difusión e influencia musical de países de habla inglesa. El uso del videoclip pone de manifiesto los inicios de un formato con gran crecimiento durante ese momento y su posterior auge, por ejemplo, con el canal MTV.
Un verano que dure toda la vida parece ser la consigna del filme. Un recorte que, según Serebrennikov, intenta darle visibilidad a una generación anterior a la suya de la cual no se conoce mucho y quedó borrada por la Perestroika. Una búsqueda que procura retener los fragmentos de excitación y arrebato propios de un vínculo que acaba de empezar, donde todo descubrimiento genera placer. La fascinación permanente que deviene en pureza de sentimiento y el verano como condición de posibilidad y recuerdo inmortal. Dos historias en blanco y negro amalgamadas por el escurridizo color de la irreverencia artística.
Por Brenda Caletti
@117Brenn